Así vivió Cristiano la prórroga: sufrió, lloró e hizo de entrenador
Ajeno a lo que se le venía encima, mientras cerraba los ojos y sentía el himno de su país, aún podía Cristiano seguir soñando con una final que se le convirtió momentáneamente en pesadilla. Antes del minuto 20, una entrada de Payet le dejó en el suelo, dolorido y desconsolado.
Tenía mala pinta, pero intentó volver y la gente le tomó en serio: qué no podrá hacer un tipo que ha ganado dos finales de Champions casi cojo. Pero no. Después de una carrera mínimamente exigente, se puso a llorar como lo hiciese en la final de 2004, sólo que esta vez había más impotencia que tristeza en sus ojos.
Líder dentro y fuera
Acabaron los 90 minutos y con la prórroga empezó el otro partido de Cristiano, uno de esos jugadores que no necesitan un brazalete en el bíceps para ejercer de capitán. Emergió su figura de nuevo en el campo, dejando el túnel de vestuarios a sus espaldas, para arrimar el hombro con cualidades intangibles para los estadísticos: animar (o reanimar, según el caso) a sus compañeros. Quien aún recuerde a sus padres acompañándoles hasta la puerta de la escuela los primeros días de parvulitos entenderá la importancia del gesto.
Con deportivas en lugar de con botas de taco, con sudadera sin camiseta debajo y con una rodillera, la evidencia de un dolor tan físico como moral, Cristiano hizo de segundo de Fernando Santos. Primero, con un diván transportable: uno a uno, fue aconsejando y escuchando a sus colegas; después, con atención personalizada a Quaresma, uno de sus amigos de más solera, y a Eder, quien tanto tiene que aprender de él como agradecerle a esta surrealista locura llamada fútbol.
Sentado, la imagen de Cristiano era la personificación del nerviosismo, la misma estampa que en cualquier casa de Portugal en esos momentos. Poco tardó en levantarse para no volver a sentarse: animaba, corregía, gritaba… Era lo más cerca que podía estar de sentirse dentro del campo.
En el 95’, la tensión le hizo de analgésico y saltó por el área técnica para celebrar un ‘goluy’. Y en el 10´9’, rompió a llorar: Eder se marcó la jugada de su vida, también la más importante de la historia de Portugal. Rodeado de sus compañeros, de sus hermanos, regaló abrazos regados de lágrimas. Y enseguida buscó la soledad en la que asimilar todo lo que estaba pasando. Ahí estaba él, con las manos en la cabeza, detrás de las vallas publicitarias, emocionado por asistir desde fuera a lo que tantas veces soñó con hacer él.
Si Portugal no parecía favorita, sin él la Eurocopa era casi una misión imposible, un milagro. Quizá por eso el ‘7’ no paró de santiguarse en su camino de vuelta al banquillo, donde se unió al eterno abrazo coral de unos tipos que estaban pasando a la historia de su país.
En el 116’, donde Iniesta encontró la puerta de España hacia la gloria, empezó a pedir el final con la urgencia de quien solicita una ambulancia. Seguía siendo Cristiano, pero parecía Camacho.
Como lo de futbolista, psicólogo y segundo entrenador le sabía a poco, antes del final hizo de médico también, metiendo a un renqueante Guerreiro casi a la fuerza de vuelta al campo. Y, mientras el estadio coreaba su nombre y él se remangaba los pantalones de los nervios, llegó el final.
12 años después, ha merecido la pena. Portugal 2004 ha cicatrizado en Francia 2016. Por mucho que lo imaginase Cristiano, seguro que nunca lo hizo del modo en que ha pasado. Igual daba: Cristiano seguía llorando, con las mismas ganas que cuando perdió aquella infausta final y que cuando Payet le había lesionado, pero esta vez de alegría, la de quien se sabe héroe nacional, la de quien lo ha ganado todo y se ha pasado el fútbol. Porque Cristiano ha aprendido, tantos años después, que también se puede llorar de alegría.
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