Opinión

Trump en la Corte de Mar-a-Lago

Que al presidente de Estados Unidos lo elijan a principios de noviembre pero no empiece a gobernar hasta enero es un testimonio de lo excepcionalmente estable que ha sido hasta ahora su sistema político. Es un modo de decir que no hay prisa, que no importa demasiado quién ocupe la Casa Blanca, porque estamos todos en lo mismo, en el mismo conjunto de principios fundacionales y, por encima de todo navajeo partidista, prima la lealtad constitucional.

Pero, ay, Estados Unidos no es ni sombra de lo que fue. Hace décadas que comenzó una revolución desde arriba encaminada a deconstruir los principios en los que está basado el país, y el traspaso de poder se ha convertido en un campo minado.

El anciano Biden -o, mejor, quienes mueven los hilos de esta evidente marioneta- ha lanzado una bomba nada más empezar el proceso de transición: permitirá a Ucrania lanzar misiles ATACM hacia el interior de Rusia, en un intento descarado de frustrar los esfuerzos de paz anunciados por su sucesor y precipitar una situación que los haga imposibles.

Quizá nunca antes nos hayamos encontrado con una situación tan peligrosa en el proceso político norteamericano; una situación que podría terminar, literalmente, haciendo saltar todo por los aires.

Olvidemos por un momento las opiniones de unos y otros sobre la guerra en Ucrania. Sí, la medida supone que Estados Unidos y la OTAN estarían automáticamente en guerra con la potencia mundial con más cabezas nucleares del mundo, pero no descartemos que esa sea una decisión perfectamente justa y razonable: en cualquier caso, es una sonora bofetada en la cara de la mayoría electoral. Lejos de poder dedicar estos casi dos meses a preparar tranquilamente su equipo, Trump se ve obligado a paliar el vacío de poder montando casi un gabinete paralelo centrado, sobre todo, en contrarrestar todos los intentos de la maquinaria demócrata por entorpecer su acción de gobierno.

Es la Corte de Mar-a-Lago. La lujosa residencia de Trump en Florida se ha convertido en una mezcla de Camelot y un conciliábulo abierto. En la práctica, Trump actúa ya como presidente y ha respondido a la irresponsable y desleal decisión de Biden (o de quien sea) con un comunicado condenatorio y descaradamente presidencial.

La sensación es de que no hay nadie a los mandos. Biden ya fue apartado sin ceremonia como candidato y, tácitamente, como presidente. Trump ha barrido en las elecciones, pero todavía no tiene el mando formal. Los revolucionarios ven a las claras, por las declaraciones de Trump y la elección de colaboradores, que el presidente 47 está decidido a darle la vuelta a la deriva suicida de Estados Unidos con reformas radicales. Son una bestia herida y, como tal, más peligrosa que nunca.

La revolución woke tiene ahora tres opciones para oponerse a Trump. La primera es lo que estamos viendo: aprovechar el periodo de transición para aplicar una política de tierra quemada que sea imposible de revertir y comprometa los objetivos trumpistas. En el teatro bélico, convertir la guerra regional entre Ucrania y Rusia en un conflicto directo entre Moscú y Occidente, un enfrentamiento del que es difícil imaginar un final feliz.

En segundo lugar, pueden optar por la opción nuclear: no certificar los resultados. Podrían alegar que el candidato victorioso es culpable de ‘insurgencia’ por los sucesos del 6 de enero de 2021 en el Capitolio y, por tanto, no es apto para ser presidente. O cualquier otra triquiñuela legal para impedir su investidura. Semejante opción sumiría en el caos a un país que ha respaldado de forma decisiva la plataforma republicana.

Por último, podrían decantarse por la estrategia más pacífica y la que mejor resultado les ha dado: impedir que gobierne Trump, aunque esté en la Casa Blanca. En su primer mandato se empleó este plan, y salió bastante bien. Usando la fake news de la llamada trama rusa y valiéndose de su inexperiencia política, lograron que Trump tuviera que aplicar una versión muy aguada de su programa y rodearle de criaturas de la ciénaga que le mantuviesen a raya.

Lo que hace difícil esta última opción es que Trump ha adoptado contra ella unas contramedidas salvajes en forma de nombramientos explosivos, de personas que le son leales y, sobre todo, que están totalmente decididas a sacar adelante el proyecto contra viento y marea: Matt Gaetz, Elon Musk, Tulsi Gabard, Robert F. Kennedy.

La partida es a cara de perro, una carrera contra el tiempo con apuestas altísimas no ya para Estados Unidos, sino para el planeta entero. Y la victoria es cualquier cosa menos clara.