Opinión
APUNTES INCORRECTOS

Sánchez no salva ni a los viejos, el que nos socorre es el BCE

¿Sabían ya ustedes que gracias a este Gobierno que nos ha caído en desgracia ninguno de los damnificados por la crisis se quedará atrás, que no habrá austeridad bajo ningún concepto y que la gente podrá vivir alegre y contenta a pesar de los millones de parados actuales y los que están por venir? No se crean nada. Todo es un perfecto engaño desde que Sánchez se instaló en la Moncloa. Desde luego que la caída de la producción nacional está siendo bastante más intensa que la de las rentas de las familias gracias a los instrumentos de salvamento habilitados por el Ejecutivo, como los Ertes -que los inventó el PP-, al ingreso mínimo vital que han patentado los socialistas desgraciadamente -porque tendrá efectos perversos- y a la activación de lo que los economistas llaman estabilizadores automáticos -básicamente, el aumento de los pagos del subsidio de desempleo como consecuencia del incremento brutal de los parados-.

Pero la pregunta relevante es quién paga esta fiesta. ¿Este chorreo de dinero público es el resultado de una política más eficiente; es la consecuencia de una mayor productividad del sistema económico; es el coralario de la eficacia en la recaudación de impuestos no confiscatorios? En absoluto. El Gobierno está haciendo lo imposible para devastar aún más la economía, aumentando el gasto público a crédito, subiendo inoportunamente la carga tributaria o entorpeciendo el funcionamiento del mercado laboral. La única explicación de por qué podemos permitirnos todavía estos lujos es la existencia del Banco Central Europeo. Él es el que está pagando las copas.

Déjenme que se lo cuente. A pesar de las expectativas sobre la aprobación de varias vacunas con buenos resultados, y de que en algunos países éstas ya han empezado a suministrarse, las perspectivas para el año próximo se han ensombrecido. El último pronóstico del BCE es que la actividad en el Continente crezca apenas un 4% en 2021, un punto menos de lo que se estimaba en septiembre. Esto ha movido a la institución que preside Christine Lagarde a aprobar una nueva ronda de estímulos monetarios por un valor astronómico de 500.000 millones, de manera que los gobiernos tendrán asegurado durante un espacio temporal más dilatado una financiación barata para afrontar los costes de la pandemia.

Cualquier observador diría, en primera instancia, que esto constituye una buena noticia. Y en efecto lo es por algunos motivos. Si el BCE no acabara este año comprando casi 150.000 millones de deuda pública española, el Gobierno sería incapaz de pagar a los funcionarios ni de hacer frente a la factura abultadísima de las pensiones. De manera que promover unas condiciones favorables para los estados, incluida España, en las circunstancias más críticas desde la Gran Depresión es una de las funciones cruciales del BCE, y la está cumpliendo a rajatabla.

Pero este es un hecho que debería incitar a la prudencia y también al activismo del Gobierno. A la prudencia porque no se ajusta a la verdad que haber colocado bonos a tipos de interés negativos tenga que ver con la política económica del Gabinete, ni suponga respaldo alguno a la misma. Solo es la consecuencia del apoyo masivo del banco central de Fráncfort.

Debería propiciar el activismo del Ejecutivo porque sería muy desaconsejable que la continuidad de las inyecciones monetarias del BCE lo disuadieran de ejercer las dos clases de políticas que están en su mano para aumentar el potencial de crecimiento del país: la política fiscal y la política de reformas estructurales. La señora Lagarde se escuda en que es la Comisión Europea la que tiene que poner orden en los estados miembros y conminarlos a que impulsen los cambios precisos para descargar las cuentas públicas de gastos ineficientes, así como para generar empleo con más empeño y velocidad. De hecho, la mitad de los fondos que llegarán a nuestro país a plazos de partir del año que viene está condicionada al cambio de la estructura productiva.  Pero de momento no hay evidencia de que los gobiernos del sur de Europa, a los que más beneficia con claridad la política expansiva del BCE, hayan tomado nota.

Algunos expertos opinan con razón que quizá el BCE puede estar pasándose de rosca. El argumento es bastante simple. El apoyo ilimitado de Fráncfort es vital para España, para Italia, y para los estados en peores condiciones. Es un chute adicional de oxígeno. Les salva la vida. ¡Aunque por el momento!, cabría decir. Impide que la prima de riesgo de la deuda aumente como debería, dado el nivel desastroso de las cuentas públicas. Es un narcótico de primera instancia. La pregunta relevante es hasta cuándo van a durar sus efectos. No se sabe, pero lo que cabe descontar por completo es que se prolonguen más allá del año próximo.

Ya estamos acostumbrados a que, pasado un tiempo, los resortes de la economía se tomen su venganza. En el momento en que el BCE dé algún signo de que restringe su intervencionismo actual, y que esto siga coincidiendo con la pasividad contemporánea de los gobiernos en lo que respecta a las reformas estructurales, las circunstancias climatológicas pueden ser muy adversas. En 2022, que ahora parece un año remoto, todos los excesos cometidos en nuestro país en términos de gasto público y de déficit gigantesco; una vez que se compruebe que muchas de estas desviaciones han tenido menos que ver con la pandemia que con las opciones de política económica, el espejismo en el que vivimos ahora puede hacerse trizas.

El Banco de España lleva insistiendo con denuedo en que, aunque las reglas fiscales de la Unión Europea estén momentáneamente suspendidas, el Gobierno tiene que diseñar un plan de consolidación presupuestaria a medio plazo que establezca una reducción progresiva del déficit y vaya aliviando la presión sobre la deuda, porque la actual relajación de los compromisos no es sostenible en el tiempo y será más acuciante ir revirtiéndola a medida que mejore la evolución de la actividad, cuando los programas de vacunación vayan insuflando dosis de confianza sobre la marcha de los negocios.

Mientras tanto, la única manera de conjurar un escenario dramático a corto plazo son las reformas estructurales.  Ahora que la Unión Europeo nos va literalmente a pagar por hacerlas sería una irresponsabilidad no impulsar las que están pendientes desde hace décadas. La Comisión Europea nos desafía, por ejemplo, a ordenar de una vez por todas el sistema de pensiones, pero el preacuerdo al que se ha llegado en el Pacto de Toledo para mantener la revalorización de las jubilaciones según el índice de Precios de Consumo real, por ejemplo, no es una buena idea. Es una decisión que desgraciadamente impulsó el PP, desdiciéndose de la norma sensata que él mismo había aprobado y que imponía la eventual actualización en función del estado de las cuentas de la Seguridad Social. Por eso insistir en este aspecto, sin hacer una reforma integral del modelo, parece bastante inoportuno.

Lo más revolucionario sería aprovechar los fondos que van a llegar de Bruselas para hacer una transición entre el actual sistema público de pensiones y uno de capitalización privada, que ha tenido éxito indiscutible allí donde se ha probado pero que es una pretensión demasiado ambiciosa, dada la falta de consenso entre los partidos para proceder a una alteración de las normas de juego de tal calado, aunque sería netamente beneficiosas para los implicados.

Entretanto, parece igualmente desaconsejable reducir el límite máximo de desgravación de los planes privados de pensiones desde los 8.000 euros actuales a los 2.000 euros a partir de 2021. Esta es una medida que castigará a una gran parte de la clase media que todavía tiene la posibilidad de ahorrar, y desde luego no contribuirá a la capitalización que tanto necesita el país. Está muy bien impulsar los fondos de pensiones de empleo de las empresas avalados por el Estado bajo gestión privada, pero está iniciativa no debería ser incompatible con seguir manteniendo los estímulos fiscales para los planes individuales de jubilación.

Si queremos de verdad incentivar el ahorro de previsión, es fundamental que los ciudadanos vean fiscalmente recompensado sus esfuerzos de manera inmediata, y esto tampoco ocurre en estos momentos, en los que el sistema sólo permite diferir el pago del impuesto sobre la renta, cuando lo más aconsejable sería equiparar la fiscalidad de los planes de pensiones a la de las rentas del capital, fortaleciendo el atractivo de esta clase de inversión y de ahorro a largo plazo.

Estos son algunos de los llamamientos que hace la Unión Europea y de las deficiencias que deberían ser corregidas aprovechando los fondos que llegarán. Sería una pena que no aprovecháramos esta circunstancia única en la historia: que por primera vez te paguen por hacer reformas, que subvencionen con fondos públicos solidarios aquella clase de políticas que de manera autónoma deberían haberse impulsado en España desde tiempo inmemorial.

Por eso cualquier desviación o canto de sirena sobre lo que el BCE, la Comisión Europea, el Banco de España y todas las instituciones públicas y privadas respetables consideran no sólo lo ortodoxo sino lo conveniente -mucho más en los momentos críticos que vivimos- sería imperdonable y sobre todo trágico para el futuro de la nación. No dejemos engañarnos. El presidente Sánchez ni salva a los parados -porque es incapaz de generar empleo-, ni tampoco a los jubilados, porque el país de Sánchez no es un país para viejos. De momento va tirando de los préstamos del Banco Central Europeo. Poco más.