¡Puede ser que nosotros estemos perdiendo la guerra!
En el ataque de Hamás a Israel, igual que en el de Rusia a Ucrania, hay una intención particular, unos objetivos concretos y específicos, pero también es una causa general propia de la lucha de los dos bloques políticos, económicos, e incluso militares.
En la época de la primera guerra fría, entre el bloque capitalista y el comunista, surgió el heterogéneo grupo de países no alineados, que encontró diversas justificaciones para mantenerse nominalmente distanciado. En la actualidad, la condición política de la práctica totalidad de los países los hace formar parte de uno de los dos bloques: el mal llamado bloque occidental termina por englobar las democracias liberales de todo el mundo, que en realidad son muy pocas; y el resto de países, que en realidad son casi todos, son totalitarismos, coincidentes en no abrazar los principios democráticos o en no adoptar un estado de derecho con un completo régimen de libertades.
Al primer bloque, el menguante liderazgo (tanto interno como externo) de los Estados Unidos y el no creciente liderazgo de la Unión Europea le hace perder capacidad de influencia y ganar vulnerabilidad. Al contrario, el bloque totalitario no para de crecer; ya sea en la versión del neo-marxismo, del indigenismo, del socialismo populista, de las autocracias personalistas o de las teocracias islamistas, tiene una enorme fuerza centrípeta para, como si del juego del Risk se tratase, incorporar nuevos territorios.
El ingente poder económico de China, de la extracción de hidrocarburos y materias primas o del narcotráfico hace que no falte financiación, y la completa falta de escrúpulos permite atacar en cualquier lugar del mundo y con cualquier método, ya sea con abiertas guerras de invasión como la de Ucrania, con el terrorismo yihadista, las narco-guerrillas, las mafias migratorias o los ciberataques.
Pero si hay algo que incrementa la aparente supremacía moral de los totalitarismos y su capacidad de actuación es su infiltración ideológica en las democracias europeas y norteamericana. Y ya no se trata únicamente de aquellas organizaciones, partidos políticos o medios de comunicación que directamente apoyan sus invasiones o las actuaciones terroristas que impulsan, sino la numerosa opinión pública que se mueve entre el relativismo, la supuesta equidistancia del multiculturalismo o la dictadura de todos esos ismos que se amalgaman en la nueva religión del mundo woke.
En definitiva, unos por intereses bastardos y otros porque parecen tener mala conciencia por ser ricos y gordos, o por dar de comer a sus mascotas lo que no puede comer la mitad de la población, todos ellos son un caballo de Troya de esos regímenes a los que, paradójicamente, les da igual que sus propios súbditos (obviamente, no son ciudadanos) puedan cubrir sus necesidades básicas, y no digamos ya ejercer sus derechos políticos o su libertad sexual.
En España, que tenemos la dudosa habilidad de destacar por lo malo, conseguimos ser primus inter pares en este ejercicio de cinismo colectivo y de incongruencia política. Aquí, aunque haya que restregarse los ojos para comprobar que es cierto, los abiertos defensores de los regímenes totalitarios y de sus actos, ya sea la invasión de Ucrania, el terrorismo de Hamás, las ejecuciones de Irán o el genocidio de Venezuela, son miembros del Gobierno.
Pero no sólo ellos hacen apología del totalitarismo; el resto del Gobierno y la izquierda española mantienen, tanto en los conflictos internacionales como en la política interna, una equidistancia sospechosa. Con la nueva vuelta de tuerca en sus alianzas y políticas, el sanchismo demuestra, por un lado, quiénes son sus socios y dónde están sus afinidades, y, por otro, que su poco compromiso con los valores que inspiran la letra y el espíritu de nuestra democracia se corresponde con el poco compromiso que tienen con la democracia en sí. Ahora mismo, la deriva sanchista que nos está haciendo perder la igualdad y la seguridad jurídica, y sacrificar la separación de poderes y el imperio de la ley, no nos permitiría pasar un examen objetivo de democracia plena.
Teniendo entonces en cuenta lo que hacemos y con quienes nos juntamos, ¿no habremos perdido ya la guerra?.
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