La política y sus portavoces
La XII legislatura intenta arrancar bajo el palio silencioso de la negociación extrafocos que somete a sus señorías a un estrés de cuentacuentos contante y constante. El objetivo es disimular lo que son y vender lo que no desean ser pero les obligan en sus partidos. Sin duda, como en la que intentó nacer del 20D y no pudo, los acuerdos bajo manta son más importantes que los titulares sobre mantras, construidos para disimular y no para contar la verdad. Por ejemplo, ¿por qué los nacionalistas catalanes, antes convergentes, ahora demócratas divergentes, confirman, entre filtraciones interesadas, su abstención al PP? ¿Dónde quedó ese ADN insolidario y babeante de proces sectario, aquel acuerdo taciturno de tú dame dinero en Barcelona y luego presume de lo que quieras en Madrid? El nacionalismo siempre ha estado en venta, se disfrace como se disfrace, aunque se eche al monte un miércoles para bajar a la mansedumbre del valle el viernes. El día que se le corte el grifo, ni siquiera les valdrá la excusa victimista del «ens roba». Pero hace tiempo que la Constitución es como aquella prostituta de Sabina, de frente alta, lengua larga y falda muy corta. Se mira, pero no se toca, se prueba, pero no se reforma. Mientras resiste a golpes, asume vejaciones y atropellos.
Resulta que, entre toda la morralla de portavoces sobrevenidos, unos por defecto y otros por causa divina de líder, hay dos que sobresalen por cierta claridad expositiva y por representar a sus formaciones desde un discurso propio que, no obstante, intenta ser coherente con el oficial de sus partidos. Hablamos de Juan Carlos Girauta y Pablo Casado. Y destacan porque conjugan en su figura las virtudes del buen portavoz: ideas claras que transforman en mensajes seguros, titulares bien marcados que luego desarrollan con fruición, ritmo y el tono correctamente manejados en sus comparecencias, desde la mesura a la contundencia, y lo más relevante: no aceptan premisas que no comparten, bajo las falacias mediáticas o políticas que se les imponen. Saben articular mensajes correctos en contextos difícilmente creíbles. He ahí su virtud.
Girauta abandonó Cataluña bajo los intentos de la tribu nacionalista por dejar hecho jirones su pensamiento, por escarnecer su origen tachándolo de charnego, mantra de aquellos hijos de Pujol y abuelos de rufianes, santos y señas de una sociedad oxigenada de odio. Hoy es la mente mejor amueblada de Ciudadanos. Tiene el Estado en su cabeza y, a poco que le dejen, explicará con nitidez por qué el centro es algo más que un estado de ánimo constante y voluble, coyuntural y cambiante. Casado es la otra cara del Jano portavoz. Prudente, cercano, conciliador, nada soberbio, encarna al nuevo PP que junto a Cifuentes, Maroto, Bonig, etc. quieren lavar la cara a una formación de manchas permanentes y limpieza urgente. Toda casa que quiere reformar sus cimientos empieza por darle un lavado de cara a la fachada.
Ambos representan la defensa que Churchill siempre hacía cuando explicaba qué era un discurso: una sinfonía representada en un pentagrama. Con pautas y pausas, con ritmo y secuencia. Por eso, la melodía de PP y Ciudadanos pasan hoy por la composición que Girauta y Casado hagan en sus intervenciones. Si la dirección deja que los compositores desarrollen su talento, la respuesta del respetable será agradecida a pesar del hastío, del cansancio y de la agresiva displicencia con la que se le trata. Rajoy debe someterse a la investidura, conseguir los apoyos imprescindibles, y Rivera exigirle esos cambios que el país requiere y necesita. Luego ya vendrán Casado y Girauta como capitanes mediáticos para hacer fácil lo complejo. Ambos, como futuros socios, uno como bandera de reformas y cambios necesarios, otro como garantía de continuidad económica, deben hacer más música. Si no, la comunicación reactiva y de excusas, asentada en buena parte del PP y peligrosamente instaurada en los últimos tiempos en Ciudadanos, volverá a ser dominante. Por tanto, perdedora. La política, en general, necesita más compositores y menos directores. Más músicos y menos jefes.
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