Ni liberté, ni egalité, ni fraternité
Vivimos en una espiral del silencio permanente, que nos obliga a aceptar el axioma de la propaganda zurda según la cual, cuando unas elecciones las gana la derecha, las plazas deben arder, la democracia está en peligro y todo progreso se estanca. Aunque la realidad histórica se empeñe en demostrar que sucede justo lo contrario, que cuando no gobierna la izquierda hay más desarrollo, prosperidad y bienestar, se ha aceptado la paradoja trilera que dice que no hay democracia hasta que la izquierda lo anuncia. En ese estadio dantesco, no extraña que las dictaduras actuales en el mundo cojeen todas del mismo sesgo ideológico.
Y esto sucede porque llevan cien años ganando el discurso público aquellos que piden democracia y la usurpan cuando la conquistan, los que reclaman el poder del pueblo pero cuando el pueblo habla en su contra asaltan las calles de violencia y oprobio. Son la quintaesencia cínica que lidera cordones sanitarios pero no aceptan recibirlos, en ese doble rasero moral en el que viven e imponen vivir. No te puede gustar la democracia si cuando pierdes, la insultas y degradas saliendo a la acera a esputar justicia y gritar «¡no pasarán!». ¿Bajo qué prisma ontológico se arrogan la representación de lo que es justo o injusto? ¿Quién les ha dado el poder para decidir los que deben pasar a gobernar o no? La respuesta está en la historia que manipulan, la impunidad que ejercen en medios y espacios culturales y académicos y la soberbia con la que inflaman mentes y conciencias. Lean a Gramsci y Laclau y lo entenderán.
El globalismo actual que une a millonarios progres con la extrema izquierda más antisistema convence a la derecha bobalicona y acomplejada, liberal o conservadora, de que Mélenchon es de izquierda moderada, con la misma facilidad con la que asumen a Macron como un liberal irredento. Siguen insistiendo en una agenda global que nadie quiere y que los ciudadanos de gran parte de Europa rechazan, como puede verse con el veredicto de las urnas que dichas élites, allende el Atlántico y en Bruselas, siguen sin ver. Le Pen comparte más asuntos con la izquierda asaltacalles de lo que el reducido intelecto de esta es capaz de asumir; defiende el aborto con la misma intensidad que un zurdo egoísta y hasta defiende las tesis sobre el conflicto con Ucrania que haría las delicias de los fundadores de Podemos.
Llámenme raro, pero incendiar las calles con violencia cuando el resultado electoral no te gusta, no es de ser muy demócratas. Y establecer un cordón sanitario contra el que gana, aunque sea en primera vuelta, tampoco. Ahora que la Francia del Frente Popular, defensora del islamismo, de Hamás y su terrorismo, del Estado extremo y las libertades individuales menguadas, ha ganado en segunda vuelta, los autoproclamados centristas y liberales se replantearán aquellas reuniones con Mélenchon. Han polarizado Francia como querían sus enemigos. Y han entregado a estos su historia, sus valores y cultura. Las calles de París festejan con banderas islámicas y una pancarta gigante que reza «Francia es de los inmigrantes». Una Francia que sufre más de 90.000 agresiones sexuales al año y casi 30.000 violaciones. El controlado plan de Soros (que empieza por el descontrol migratorio), bajo el plácet de la izquierda caviar y la derecha sumisa, está funcionando a la perfección. España vendrá a continuación. Y en diez años, de la Unión Europea que consagraron sus padres fundadores sólo quedará el nombre y el recuerdo.
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