Y, al final, el circo ardió
El pasado 1-O fue, como apuntaba hace unas semanas, del todo descafeinado. Parecía que el circo independentista había finalizado su función. Sin embargo, no era sino un breve entreacto. Ya advertía que aún restaba salvar con gracia ciertas fechas señaladas, véase el próximo día 27 —aniversario de la Declaración Unilateral de Independencia— o la sentencia del Tribunal Supremo. Con la filtración de esta, el peor de los escenarios se desató y, al final, la carpa estalló en llamas.
Las terribles manifestaciones violentas de las que hemos sido testigos a lo largo de la última semana han puesto de relieve que las actuaciones circenses, cuando emplean elementos inflamables o animales salvajes, pueden acabar en tragedia. Más de 300 policías heridos, la segunda capital de España, Barcelona, en llamas, espirales de violencia sin precedentes en los últimos tiempos —con la deplorable excepción del terrorismo de ETA—, etc. Todo ello fruto del adoctrinamiento férreo al que han sometido a los jóvenes de mi generación en Cataluña bajo el mandato de una élite corrupta que ha hecho del totalitarismo su modus vivendi. Un espíritu autoritario no exclusivo, sino excluyente, liberticida, y adicto al odio y la servidumbre.
Así quedó también reflejado ante el llamamiento, explícito o implícito, de las hordas de enemigos de la libertad que han viajado a Cataluña en los últimos días para sumarse a la causa independentista. Grupos de extrema izquierda venidos desde varios puntos de España y el extranjero, anarquistas, abertzales… Dime con quién andas y te diré quién eres, dice el refrán. Pues bien, el denominador común de estos grupos se halla, en primer lugar, en su propio carácter colectivista, y, en segundo, en su deseo de liquidar el Estado de derecho, el orden y la ley.
No obstante, los perpetradores, esos jóvenes —y no tan jóvenes— que quemaban contenedores, saqueaban negocios y atacaban con ferocidad a las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado, se presentan, desde otra óptica, como víctimas. Y es que, en este espectáculo pavoroso y bochornoso a partes iguales, el verdadero culpable acostumbra a no salir en las fotos, o a hacerlo de traje y corbata… desde Barcelona y Madrid.
Por un lado, está la élite catalana que ha vivido y vive de la falacia independentista, con la misión de tensar la cuerda hasta el límite, pero sin romperla, pues, de lo contrario, terminaría la pantomima y, por fin, habría que gobernar. Pero, por otro, conviene recordar que el fuego del independentismo nunca habría crecido hasta arrasar Barcelona si tanto el PP como el PSOE, buscando una rentabilidad electoralista, no hubieran soplado sobre lo que no eran sino simples brasas. Un problema motivado a su vez por la sobrerrepresentación parlamentaria de los partidos regionalistas, pero que no exime a los grandes del bipartidismo español.
No obstante, declarado el incendio, la respuesta de estas dos formaciones todavía hegemónicas ha resultado bien distinta. El PP insta a usar los mecanismos constitucionales para contener y apagar las llamas —el daño causado en los últimos 20 años tardará otros tantos en repararse, si lo hace. Por su parte, el PSOE sigue jugando a la política, con la vista puesta en el próximo 10-N. Así, intenta ahora hacer palanca con ERC para sacar a Torra de la Generalitat. Puro instinto de supervivencia de Sánchez, que protagoniza estos días el enésimo ejercicio de pragmatismo, a sabiendas de que se trata del rival a batir en las generales. Mientras tanto, el PP gana enteros, como muestran las encuestas, a la vez que cada contenedor que arde en Barcelona supone miles de votos para VOX. Porque España ya no desea política de fantasía. Pide seguridad y convivencia. Reclama la defensa del Estado de derecho. Exige el orden y la ley.
Juan Ángel Soto, director de Civismo
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