La cojera
Se ha escrito del barón Byron, mal poeta y peor aventurero, que sufría una leve cojera que le confería un discreto encanto. De la fascinación por tal atractivo puede desprenderse una actualísima brevedad. Fue un despilfarrador que escribía a su madre pidiéndole dinero y contándole sus problemas de hemorroides, gustaba probar en los viajes por el Mediterráneo a criaturas (de su mismo sexo, preferentemente) y sus versos hacían palpitar los corazones de miles de jovencitas en flor. De todo ello, la romántica cojera permanece (y permanecerá) obra imperecedera.
Fuera del ejemplo Byron, tradicionalmente hemos cultivado una cierta hostilidad respecto a las cojeras, sean del tipo que sean. No hay cojo bueno, dice el refrán. Las tres patas de un taburete o del matrimonio más extendido (un solo vástago), deben cumplir una precisión: en el mueble tener idénticas medidas; en la familia subvertir las acostumbradas crisis de equilibrio. Esa afirmación, sencilla, nos lleva al elemento necesario. El suelo. La cosa sobre la que se alza nuestro taburete y sobre la que se sustenta la familia tipo. Si cogemos como referencia al grupo, e incluso a los raros solitarios, el pavimento son los principios.
Cuando Byron pereció en Missolonghi (1824) en una de esas extravagancias que tanto gustan a los hijos de la Gran Bretaña, se iniciaba, al fin, un periodo de grandes convicciones, optimista en el futuro, muy laborioso. En general, las personas de aquel tiempo, ya fueran burgueses u obreros (o burgueses comunistas), se caracterizaron por la perseverancia y, sobre todo, por la coherencia. Es lo que Chesterton llamó un mundo en blanco y negro. Al cumplirse la centuria, se había conseguido establecer un suelo firme. Tan firme que pensó poder permitirse una gran guerra destructiva (la primera). Luego, claro está, las naciones se sintieron subyugadas por todos los ‘ismos’, el enorme despiste ideológico que condujo a una nueva y definitiva destrucción del mundo decimonónico. Al acabar el último conflicto mundial, los americanos nos regalaron un orden nuevo y fuimos felices y (también) más vulgares. Toda la última centuria es un juego de perversiones intelectuales, de bromas infantiles al amparo del pavimento (moral, jurídico, socioeconómico, sexual).
Lleguemos ahora, por fin, a la nación del siglo veintiuno. Desdibujada, cojea sin gracia sobre un suelo bacheado. Los hoyos son la alarmante incultura; el devaneo que provocan tales vacíos luce los anacrónicos vicios ideológicos, como un relleno blando, líquido según afortunado término de Bauman. Orbe poblada de Byrons, en que la incoherencia entre lo que se dice y la salvaguarda de intereses particulares es ya indisimulada. Denunciar toda contradicción, predicar con el ejemplo (Bardem, lo tuyo es puro teatro) resulta fútil, estéril: nos complace la cojera, el lodo, aunque el personaje fertilice toda clase de impudicias.
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