Opinión

Cayetana, azote ilustrado en un Parlamento sin retórica

A Cayetana Álvarez de Toledo hay que mirarla de frente y con los ojos bien abiertos, como se hace con las tormentas o con los discursos históricos. Ella no entra en política como quien se desliza por la moqueta del escaño a esperar su turno de voto: se instala, más bien, como quien planta una biblioteca en medio del campo de batalla. En tiempos de diputadas de pancarta y eslóganes de saldo, ella se presenta como una mujer de léxico quirúrgico, de prosodia severa, que escribe sus intervenciones con tinta y conciencia, y las pronuncia con esa firmeza de quien sabe que la oratoria parlamentaria no es una réplica, sino una responsabilidad cívica.

No gesticula ni vocifera, como tantas que hoy confunden decibelios con convicción, señora Montero. Ella trabaja el discurso como se labra un soneto clásico: con estructura, contenido y honor al idioma. En un Congreso que a menudo parece una caja de resonancia para el cliché y la consigna, Cayetana actúa como una conjurada del pensamiento. Y cuando llama zombi a Bolaños, no hay teatralidad, sino una precisión milimétrica: lo ha vaciado antes de alma, argumentos y palabra. No insulta; disecciona. No provoca; desnuda. La ironía, que en ella es bisturí, tiene algo de réquiem para la política decadente.

Diputada de verbo armorial y trinchera ideológica, ha convertido su escaño en tribuna y su cuenta en redes sociales en una suerte de gabinete de resistencia intelectual. Allí combate —a golpe de mayúscula, cita clásica o ironía socrática— el socialismo blando, los nacionalismos victimistas, el sectarismo de salón, y esa molicie progresista que reduce la democracia al algoritmo emocional.

Ella no es flor de un día ni fruto del marketing de partido. Es una aristócrata del debate público, una rara avis en esta legislatura del meme. Fue injustamente arrinconada por Pablo Casado, quien confundió moderación con pusilanimidad, y rescatada con tino por Feijóo, que entendió que, en tiempos de chanza, Cayetana es espada y escudo. Una política a la antigua, sí, pero en el mejor sentido: como lo fueron Fernando Álvarez de Miranda, Adolfo Suárez, y hasta aquel filósofo, Julián Marías, quien argumentaba la política como ética aplicada a lo real, daba igual mirar a la derecha que a la izquierda, había altura. Pero la suya no es una trinchera populista, sino un faro liberal. Su doctrina es el constitucionalismo culto, su tono el de la tribuna del Ateneo.

Es heredera de una tradición que ya parecía extinta: la del político humanista, letrado, que no se avergüenza de citar a Tocqueville, a Montaigne o a Popper en el hemiciclo. Y cuando habla de España, no lo hace en tonos marciales ni desde la nostalgia: lo hace desde la razón ilustrada, con una defensa sin cuartel de la unidad, la ley y la libertad como trincheras democráticas, no como banderas agitadas al sol.

Y en esa distinción está su potencia. No es una diputada de usar y tirar ni una influencer del conservadurismo estético. Es una mujer de pensamiento armado, que se bate en minoría sin pedir perdón, que pronuncia nación y libertad sin poner comillas ni pedir permiso, y que no le teme al duelo dialéctico ni al improperio de bancada.

Ella representa, quizá, aquello que se ha perdido: la política como ejercicio de inteligencia, como dignidad expresiva, como coraje verbal. Sus intervenciones no son intervenciones: son alegatos, con ecos de los discursos fundacionales de la Transición. Los prepara con el rigor de un filólogo, la intención de un abogado constitucionalista y el coraje de un periodista de guerra. Hay en ella una rebeldía ilustrada, una insolencia elegante, una incorrección medida que recuerda a los mejores tiempos de la tribuna española.