Froome, forja de campeón
Estas semanas de vacaciones ciclistas son propicias para analizar a algunos de los nombres que han aportado algo a la temporada pasada. Uno de ellos ha vuelto a ser Chris Froome. El único ciclista en activo que podría alcanzar el quinto Tour de Francia.
A sus treinta y siete años, después de una caída en la Dauphiné Liberé del 2019 con consecuencias graves y de muy complicada recuperación ―
según los precedentes conocidos ―, ha vuelto a ser protagonista por su
rendimiento sobre la bicicleta. Aquella ráfaga de viento que le llevó a
estrellarse contra un muro, a más de 60 km/h, concluyó con un parte
médico escalofriante: fractura abierta del fémur derecho, de la cadera, del codo derecho, del esternón, de una vértebra, de varias costillas, con una hemorragia que le hizo perder dos litros de sangre. Un calvario que para cualquier otro ciclista hubiera supuesto el final.
Quizá por ello, Carlos de Andrés, durante la narración al ascenso a Alpe
d´Huez del último Tour, vibraba y apostaba por él, emocionado de verle
entre los primeros clasificados al inicio del ascenso. Antes habían subido el Galibier y la Croix de Fer. Un verdadero etapón que invitaba a la gesta y que ponía a prueba a los favoritos y a la clase media. Después de cuatro años de ausencia, volvían las veintiuna curvas más aclamadas del ciclismo en un 14 de julio, fiesta nacional en Francia.
Al envoltorio no le cabía una flor más. Un regalo en forma de etapa para
alguien que es historia de la Grande Boucle. Un ciclista que nunca
encandiló por su estilo ni por tener un carisma arrollador, pero al que el paso del tiempo no le ha sentado mal, sin que ello signifique decir que le haya sentado bien. Un matiz que tiene su explicación por lo curioso del caso.
Respeto a su trayectoria
A Froome se le quiere por lo que representa. Hay un respeto por su
trayectoria, que abarca desde su reciclaje como corredor a la humildad de
cómo lleva su redefinición. Ha demostrado amar la profesión. Después de
disfrutar del dominio exitoso, algo que no sucedía desde los tiempos del
americano Armstrong, el keniata blanco se adaptó a su nueva identidad,
hasta haberle visto bromear con los aficionados mientras hacía frente a
rampas considerables, desde los puestos de cola del pelotón.
Un tránsito que comenzó en el antes invencible equipo Sky.
El mismo equipo que acaudilló durante más de un lustro, hasta que le tocó compartir liderazgo con Geraint Thomas, en el inicio de su ocaso. La
irrupción violenta de Egan Bernal le sentenció, definitivamente. Hizo las
maletas para recalar en el Israel. Un equipo de segunda categoría repleto
de viejas glorias y que vieron a Froome como su santo y seña perfecto.
Froome tiene como objetivo terminar su carrera con una victoria de etapa.
A punto estuvo de conseguirlo en la decimocuarta etapa del pasado Tour.
Un joven compatriota, Thomas Pidcock se lo impidió merecidamente, con
un ascenso encomiable. Sin embargo, allí estaba Froome luchando por un
puesto de honor. Aquel tercer puesto le devolvió el orgullo herido y
asumido en forma de ilusión renacida. Todavía cabía soñar con volver a
ganar.
Hace pocos días ha anunciado que el que viene será su año definitivo.
Suena a último intento. A despedida a lo grande. No hace tanto, una
declaración tan rimbombante hubiera parecido una quimera publicitaria.
El Alpe d´Huez nos cambió de opinión. La raza de campeón no se pierde
nunca.
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