Vicente Vallés: «Los miembros de un Gobierno no son comentaristas y esos límites no se están respetando»
En 'La caza del ejecutor' el periodista se adentra en la geopolítica mundial, en los mecanismos del poder
El mundo actual tiene algo de residual: Europa envejece y se empobrece con los últimos aleteos de una superioridad moral y ética, que no política —porque ya no manda, ni siquiera se la escucha—. Que Ucrania negocie su paz sin Europa muestra nuestra irrelevancia.
En este panorama de decadencia, España está en derribo. Lo consolida su política de insultos e indignados (suerte de tragicomedia hiperbólica en la que cada titular parece escrito para incendiar trincheras). Y así estamos, con los unos odiando a los otros, y los otros a los unos. Sin bisagra ni tregua.
En este paisaje, se oye la voz de Vicente Vallés que mira la realidad, analiza, disecciona y evidencia sin adular ni odiar. «Los miembros de un Gobierno no son comentaristas, son Gobierno. Y esos límites no se están respetando», dice.
En su nueva novela, La caza del ejecutor, a través de dos espías, se adentra en la geopolítica mundial, en los mecanismos del poder; hurga y nos cuenta lo que está sucediendo: sabotajes silenciosos, dictaduras que se venden como libertades y democracias distraídas que subestiman el peligro. «Vivimos en una guerra híbrida. Hay sabotajes de los que nos enteramos y otros muchos de los que no».
La ficción en sus páginas es apenas un paralelismo de lo real. Con ella nos alerta sobre los riesgos de China y Rusia. El coronel Blázquez —gruñón y soberbio— lo formula con crudeza al advertir a otro de los personajes que la democracia es más vulnerable de lo que creemos. Quizá por eso, a Vallés le gusta recordar que la primera línea de defensa es una ciudadanía informada que piense por sí misma. «La información sigue siendo un servicio público», dice. Y en ese esfuerzo suyo de contar las noticias cada noche en Antena 3, el periodismo vuelve a ser lo que nunca debió dejar de ser: un servicio público (aunque incomode; aunque lo exponga como profesional).
El periodismo no está para tranquilizar a nadie. Está para descubrir máscaras, quitarlas. Eso sí, hace falta coraje —del de verdad, del de señalar cada día en directo las fallas de los que deciden y gobiernan, del de saber que puedes molestar tanto como para jugarte tu puesto—. Bendito coraje porque una sociedad que renuncia a la verdad acaba adorando a sus verdugos. Y entonces ya no hay periodistas, ni ciudadanos: sólo público. Sólo víctimas.
Mierda… esto va de nosotros.
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