‘Puchi’: GAME OVER
Está más muerto que vivo, sin ser del todo consciente. El oxígeno político artificial que ha recibido de las secuelas del 21D lo ha confundido con el futuro que le depara la presunta comisión de una pila de delitos, de los más extremos que un representante público puede perpetrar “en” y “contra” la democracia: pura y obscena agresión. Va de suyo que un rebelde de su calaña con causa enteramente perdida agote todos los instrumentos propagandísticos y partidistas para encaramarse al sitio al que nunca podrá llegar; está en bastante más que su pueril recurso a la pataleta y al rechinar de dientes, sin duda. Pero es de nivel de parvulario pensar en paralelo que, en medio del pulso que le está intentando jugar al Estado de derecho, prevalecerá y no terminará aplastado por las leyes y achicharrado por el calor sofocante de un ordenamiento jurídico que con su implacable calor —a veces aplicado a fuego demasiado lento— abrasará a los sediciosos y los reducirá a brasas hasta su irrevocable consumo.
Seguramente si metepatas como el señor Iceta no hubieran lanzado la peregrina idea de que los golpistas merecían algún tipo de amnistía, no hubiese cuajado con tanta fuerza en los separatistas la convicción absurda —por impracticable— de que merecen inmunidad e impunidad y, lo peor, que la tendrán. Porque es cierto que el informe del Consejo de Estado se convirtió de forma inesperada y aislada en un auténtico balón de aire en favor de los insurrectos y en puro veneno para los intereses y el plan del Gobierno, aunque a veces parezca que carece de él. Pero el conjunto de las instituciones más altas y decisivas en su actual papel, incluido y casi empezando por el Tribunal Constitucional, no han hecho sino desplegar toda la fuerza del sistema contra sus burladores: episódicamente pero sin tregua y con escasas reservas.
Game Over. El juego ha terminado para un Puigdemont que no encuentra la salida del laberinto porque él mismo, en su cobarde fuga, cerró la puerta y se comió la llave. Sólo así, en una ultimísima tentativa a la desesperada, se entiende la presión de corte chantajista que está introduciendo en quienes gobiernan el Parlamento de Cataluña para que prevariquen, para que no se separen de la senda de la desobediencia que alumbró aquella Forcadell que —antes de abrazar la rojigualda en presencia del juez— había dado con sus huesos en la cárcel, porque era el único destino posible y merecido derivado de sus gamberros actos.
El nacionalismo es una inflamación del egoísmo colectivo. Pero especialmente cuando sus postulados son llevados al paroxismo y a la más absoluta, irreversible e innegociable radicalidad, se transforma en una suerte de autismo suicida. Da igual que ‘Puchi’, como el mono de wasap, se tape los oídos, o los ojos, o se frote las manos delante de la boca soplando y ufanándose de que sus pintorescas triquiñuelas y cómicas argucias están avanzando frente al retroceso del adversario. Es un espejismo, una ilusión del momento. Cuando llegue el final de esta crisis de Estado, baje la marea, remita la fuerte marejada y el oleaje ceda frente a la calma chicha, se verá, para su propia desgracia, que nadaba desnudo. El ridículo será aún mayor que el que hoy apenas aflora.
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