Plan B: Chivos expiatorios, Ayuso y las residencias de mayores
Comenzamos la «desescalada» —que algunos denominan «descalabro»— y ya va aflorando una crisis que, a juzgar por los datos de los que se dispone, puede ocasionar una recesión económica sin precedentes. No es fácil hablar de consecuencias económicas cuando llevamos contabilizados «oficialmente» más de 25.000 fallecidos y se siguen produciendo víctimas cada día. Pero es preciso hacerlo, porque la desescalada de la pandemia va a coincidir con la escalada del paro, y el solapamiento de ambos dramas, va a representar un colapso social de dimensiones imprevisibles.
Hasta ahora, el confinamiento ha limitado —e incluso bloqueado— la capacidad de respuesta social a una gestión que, se mire por donde se mire, es lamentable. Cuando vamos camino de los dos meses en estado de alarma, seguimos con una inexplicable carencia de material sanitario y con una política de adquisiciones impropia de un país como España. Ello, sin olvidar la manifiesta incapacidad para declarar una alerta temprana, subordinando la salud pública gravemente —sin entrar ahora en mayores calificaciones— a una agenda ideológica. No dudo que el Gobierno subestimó sin mala fe la magnitud del riesgo sanitario, pero ello no le exime de ser responsable. Habrá tiempo para dirimirlo, más no podemos ni debemos olvidarlo.
Y todo ello unido a que, cumpliendo unas normas de reclusión que el Gobierno se vanagloria de que son de las más estrictas, tenemos el doloroso honor de encabezar el ranking mundial de contagiados y fallecidos per cápita, y el de personal sanitario contagiado en cifras absolutas. ¿Cómo se explica que, habiendo gestionado tan bien la epidemia, seamos el país ¡del mundo! con las cifras más altas de muertes y contagios? Los números de EEUU son mayores… pero tiene 328M de habitantes, y Portugal, nuestro vecino peninsular con 1.200 kms de frontera natural con nosotros, arroja un balance sin comparación al nuestro. Los datos hablan por sí mismos pese a las incalculables ruedas de prensa —por llamarlas de algún modo— y a las matutinas, vespertinas y nocturnas comparecencias del Presidente, del Comité Técnico o del portavoz político-sanitario.
En estas circunstancias, la gestión de la desescalada ha puesto de manifiesto unas deficiencias resaltadas tanto por las Comunidades Autónomas, como por los sectores económicos más afectados, como el turismo. Así las cosas, esta semana se debate una nueva prórroga — ya van cuatro— y Sánchez advierte que «no hay plan B». Una afirmación que, en su boca, tiene la misma credibilidad que tantas otras pronunciadas con igual solemnidad: «No pactaré con Podemos, ni con separatistas, ni con Bildu»… Así que el PP tiene que decidir si va a seguir haciendo filigranas dialécticas de crítica rotunda desde el escaño y la tribuna para, a continuación, avalar con su voto de nuevo la perpetuación de esta situación, enterándose de las novedades por la prensa, como afirman. Es inconcebible que el PP diga que no se le informa —y mucho menos se negocia, lógicamente—, y lleve cuatro votaciones consecutivas apoyando a Sánchez en una suspensión de derechos y libertades públicas sin precedentes, y una gestión lamentable. El que no se respeta a sí mismo, no puede esperar ser respetado por los demás, y me temo que algo de esto se está produciendo ya.
Por si acaso, el Gobierno anda buscando chivos expiatorios a los que endosar este descomunal descalabro, y apunta a Díaz Ayuso —por Madrid— y a las residencias de mayores, núcleos donde la mortalidad se ha cebado principalmente. Con Torra no se atreve porque «lo habrá hecho muy bien» —como sabemos—. Da lo mismo que desde el 14-M Sánchez y su Comité Técnico hayan sido la autoridad única, y que la mortalidad se haya ensañado con los ancianos —allá donde vivieran—. También lo ha hecho en los hospitales, y no se le ocurre responsabilizar a los sanitarios de las muertes de los ingresados.
Se trata de «politizar el dolor» y, donde más dolor ha habido, mayor politización se alimenta. De eso sabe mucho la Vicepresidencia Social, que ahora querrá nacionalizar las residencias para gestionarlas con sus militantes. Al fin y al cabo, ya habían dicho que «los mayores viven demasiado, y que ganarían las elecciones si no votaran». Como dice un amigo mío: «Al menos, que no se les obligue a cantar la Internacional cuando se levanten».
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