El derecho de los trabajadores: la libertad laboral
El Día de los Trabajadores suele considerarse una jornada para reivindicar el conflicto social intrínseco a toda relación laboral: una jornada en la que los sindicatos y los partidos políticos obreristas se erigen como representantes de los intereses comunes del proletariado frente a los opuestos de la clase capitalista. Según se proclama, el Estado debería reforzar los “derechos” de los trabajadores, entendiendo por tales incrementos regulatorios de los salarios, reducción de las jornadas laborales, restricción de las posibilidades de despido o aumento del poder de los representantes de los trabajadores dentro de la empresa.
El error subyacente a tales proclamas es no considerar que todos esos “derechos” — mayor sueldo por hora trabajada a cambio de un empleo mucho más rígido y controlado por los sindicatos— se materializan en una imposición de costes más elevados sobre el contrato de trabajo. Mayores costes que, posteriormente, todo empresario toma en consideración a la hora de decidir si incorpora o no a un trabajador a su plantilla. Así, a un lado de la balanza, el empresario coloca los ingresos adicionales que espera obtener merced al fichaje de un nuevo trabajador; al otro lado, los costes vinculados a ese fichaje. Si los ingresos esperados no crecen y, en cambio, los costes asociados a la contratación sí lo hacen, el impulso empresarial a contratar se debilita o incluso se convierte en un impulso a dejar de contratar —a despedir—.
En tal caso, los mayores “derechos” de los trabajadores se convierten en una condena al desempleo estructural a muchos más trabajadores. ¿En qué sentido prohibir trabajar por ley a una parte de los trabajadores supone ampliar sus derechos? En ninguno. Tan sólo supone impedirles prosperar por sus propios medios, forzándolos en consecuencia a depender del asistencialismo estatal para sobrevivir. Los únicos que verdaderamente ven incrementados sus privilegios con la actual legislación laboral son los sindicatos y los políticos. Los primeros porque acaparan mediante la ley el poder que no consiguen lícitamente mediante la afiliación sindical voluntaria; los segundos, porque tejen redes clientelares y de dependencia que capturan el voto de los parados forzosos.
El Día de los Trabajadores no debería ser un día para reivindicar políticas laborales que proscriben el trabajo. Debería ser un día para reivindicar un mercado laboral abierto, flexible, inclusivo y, en definitiva, libre. Un mercado que multiplique las oportunidades de todos los trabajadores para encontrar un empleo, para progresar a través de él y para incrementar sostenidamente sus estándares de vida. No más corsés legislativos y sindicales a los contratos laborales. Libertad de negociación, impuestos bajos sobre el trabajo y autonomía del empleado para determinar los criterios de su formación, sindicación, aseguramiento y jubilación. Esas deberían ser las proclamas del Día de los Trabajadores: libertad para el trabajador, no sometimiento al Estado.
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