Una economía dopada a cargo de incompetentes
El presidente Sánchez ha regresado exultante de su viaje por Estados Unidos. No ha conseguido convencer a sus interlocutores de que España es un sitio seguro para la inversión ni, desde este punto de vista, ha sido útil para atraer el capital que necesita urgentemente el país, pero ha lucido palmito y eso al parecer es lo que importa. Aquellos con los que se ha reunido le han explicado sus reticencias sobre la regulación del mercado laboral y sobre los proyectos en marcha para limitar el precio de los alquileres a los que ha respondido con vagas promesas de que no hará ninguna locura. Pero la locura está en marcha. El gasto del Estado disparado y la deuda pública por las nubes sin que haya una sola decisión de política económica tranquilizadora. No ha estado en Washington, no se ha visto con nadie del Gobierno de allí, todo ha sido un espectáculo destinado a promocionar su paseo rodeado por gorilas en las calles de Nueva York y algunas entrevistas intrascendentes en cadenas de televisión pagadas para hacerle un hueco.
Los datos confirman que está en marcha una fuerte recuperación económica acompañada de un buen ritmo de creación de empleo. Esta es la mercancía que hay que vender en el momento presente. Pero todo lo que vende Sánchez tiene trampa. El gran desafío de la economía española se sitúa en el medio y largo plazo, y sólo ampliando el crecimiento potencial se podrá hacer frente a los retos estructurales y al profundo legado de la crisis.
Hablo con algunos amigos consultores que me dicen lo siguiente: es verdad que la recuperación de la actividad ha impulsado los nuevos afiliados a la Seguridad Social, hasta 230.000 en junio, pero continúa habiendo 450.000 personas bajo esquemas de ERTE. Es muy improbable que, como se dice, el PIB vuelva a su nivel anterior a la crisis en 2022. Aunque incluso lo asegure el FMI, que tiende siempre a alimentar el optimismo con el ánimo de impulsar la profecía autocumplida. Como mucho, puede que este ejercicio de voluntarismo se haga presente en 2023, pero aún así todo indica que la senda de crecimiento se situará por debajo de la aceleración tendencial que venía experimentando España en 2019 porque la erosión de la estructura productiva como consecuencia de la crisis ha tenido unos efectos devastadores.
El déficit presupuestario continuará siendo un lastre durante los próximos años. Es absolutamente inverosímil que pueda situarse en el 5% en 2022. Al contrario, estará muy cerca del 8%, sobre todo porque el elevado gasto público como consecuencia de la pandemia y de las políticas fiscales aplicadas corren el peligro de convertirse en estructurales, es decir, con efectos permanentes. Entre ellas la decisión de revalorizar las pensiones de acuerdo con la inflación, justo en el momento en el que está en el nivel más alto de la historia reciente, o la probable recuperación del poder adquisitivo de los funcionarios. Todas estas pretensiones serán letales. Lo peor es que los inversores extranjeros a los que ha ido a visitar Sánchez conocen estos hechos al dedillo, que no se les puede tomar el pelo, que entre ellos la propaganda tiene un efecto equivalente a cero.
En un atropello a la inteligencia, el sentido común y la más elemental sabiduría económica, el Gobierno asegura que la aprobación del mayor techo de gasto jamás alcanzado en democracia es una buena noticia, y no digamos la oferta de empleo público más voluminosa de la historia. Estos cretinos sostienen que ambas medidas permitirán cambiar a mejor el tono que ha venido exhibiendo el país hasta la fecha, aunque lo cierto es que lo perjudicarán de manera dramática. Un país con 3,4 millones de funcionarios es lo más equivalente a una nación insana, sin capacidad de tracción, dependiente del poder público, cautiva de sus caprichos y necesariamente agradecida a sus veleidades, esas que se expresan con el voto. Si a esto añadimos la última ocurrencia de la vicepresidencia Calviño en favor de aumentar el salario mínimo el próximo año tenemos el cóctel perfecto para que a medio plazo la máquina deje de producir.
Para que el Gobierno lograra reducir el déficit público al 5% en 2023 como defiende sería necesaria una subida de impuestos brutal, de en torno a 15.000 millones, que disuadiría notablemente el crecimiento del PIB. No es verdad, como dice el Ejecutivo, que esta vez la salida de la crisis haya sido distinta a las anteriores, sin dejar a nadie a atrás. Las recetas de Sánchez, los fondos europeos, que irán destinados a proyectos difícilmente proclives a impulsar el potencial de crecimiento de la economía, se parecen cada vez más a una reedición del infausto plan E de Zapatero, que acabó siendo su tumba. Si así fuera, sería el mejor destino de los posibles, pero es una pena que, entretanto, pueda causar tanto dolor.
El reto más perentorio al que se enfrenta la economía se localiza en el mercado de trabajo. Contar con el capital humano preciso para satisfacer la demanda actual de empleo cualificado es esencial, pero todas las reformas educativas aprobadas por el Partido Socialista han ido en la dirección contraria a facultarlo con el nivel que exige un mundo donde la competencia es feroz. Todos los estudios demuestran que hay un evidente desajuste entre la formación y la cualificación precisa para los nuevos desempeños laborales. Las políticas públicas y la legislación laboral deberían respaldar la reasignación de recursos desde los sectores en decadencia hacia aquellos que ofrecen más oportunidades para el empleo, para lo cual es clave la flexibilidad. La sostenibilidad del sistema de pensiones está en entredicho, en vista de que los indicadores demográficos básicos revelan una crisis poblacional gravísima. Ninguna de estas alertas parece haber llamado la atención de Sánchez, o si lo han hecho ha sido para emprender la dirección opuesta a la que podría paliar tales urgencias.
España es una de las economías más endeudadas de la zona euro. La credibilidad que proporcionaría lanzar las señales adecuadas de su compromiso con la sostenibilidad de las cuentas públicas a través del diseño de un plan presupuestario a medio y largo plazo constituye una de las reformas estructurales clave para asentar las bases de una sólida recuperación, y sería la única posibilidad de atraer inversión extranjera. Nada en el horizonte avala una hipótesis para desembarazarnos de esta restricción elemental e impulsar la actividad económica. Al contrario, aumentar el techo de gasto o multiplicar el número de funcionarios con la tasa actual de déficit público, revalorizar pensiones y salarios de funcionarios con una inflación que puede rondar el 3% a final de año es lo más parecido a un suicidio. No hay duda de que el tercer y cuarto trimestre nos mostrarán desagradablemente las señales de incertidumbre de las que hablo y que me cuentan los amigos que entienden.
Una economía dopada por la asistencia ilimitada del Banco Central Europeo, que cubre las necesidades acuciantes de compra de deuda pública, y que tiene el efecto perverso de desincentivar cualquier decisión honorable de política económica, más un modelo crecientemente dependiente del sector público es una combinación diabólica. Y los inversores americanos a los que ha visitado Pedro Sánchez en Estados Unidos están muy persuadidos al respecto. Estamos perfectamente diagnosticados y quizá desgraciadamente sentenciados.
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