El bullir rojizo contra el Rey y su brújula vetusta
Eso de que el Rey reina, pero no gobierna no puede cuadrar mejor con el temple del nieto de Don Juan. Felipe VI, con su magnanimidad, desarma incluso a los que pretenden ser sus enemigos, pretensión que con frecuencia revela una forma de tergiversado esnobismo, que no se escapa a la fina sagacidad de este Borbón. Su aplomo al presidir demuestra que su figura no se limita a ser un sello de goma. Si la capacidad para encajar bien en todas partes es una evidencia de ser un gran señor, este monarca lo es en toda la acepción de la palabra. Y siempre siendo el mismo, haciendo gala de una simplicidad universalmente celebrada, única en su clase, a la hora de saber guardar magníficamente la debida y justa distancia.
La moda de este Gobierno manda tirar contra el Rey, o mejor dicho contra la Monarquía. En medio del bullicio de ideas, teorías y cálculos que anonadan nuestro país, la incoherencia y la confusión hacen que aún destaque más la regia figura de hierro frente a los hombres de agua que dudan de su necesidad. El símbolo del poder moderador sabe perfectamente que el éxito pacificador es su designio. Como es buen jugador, se pasa por alto las impertinencias preliminares, pudiendo salir airoso con frases de este tipo: “Bueno, hombre, bueno; no puedo dejar de estar conforme con tu apreciación. Aunque muy fuerte, lo es menos que tu propia conversación”.
En la actual diatriba contra el padre de Felipe VI, los actores suben de tono su lirismo político sin poder contener su entusiasmo. Sin embargo, se desconciertan cuando alguno de los espectadores dice de sopetón: “Soy monárquico por convicción, por temperamento y aun porque soy esclavo de mi historia, historia que no lamento ni repudio. Comprendo que algunos jóvenes, que felizmente para ellos no tienen pasado porque desconocen su historia, sean republicanos y defiendan sus ideas”. Esta afirmación descoloca a los que, detrás del burladero, quedan desenmascarados por su clara incultura.
En ésta, una de sus etapas más tristes, España necesita un lapso de tiempo para serenarse. Todo se ha venido desarrollando en un clima de crispación con olas altísimas, inmóviles y cortantes como cuchillas. Con atávico frenesí, hemos vivido la ascensión de los socialcomunistas, seguida de inmediato por un maremoto de muertes y miedo causado por el espantoso virus. Mala suerte, podrían decir algunos; alturas misteriosas y laberintos glaciares, dirían otros; abandono de las prerrogativas presidenciales en demasiadas manos incompetentes, los que restan. En este volcán con el que nos ha sorprendido el año 2020, la función real es la de ser depositaria indiscutible de esa soberanía que serena, reconforta, pone freno a determinadas ambiciones, a los trastornos políticos, sirviendo en todo momento de firme referencia. Ésta es la concepción clásica, mística, de la Monarquía hereditaria, la que define a nuestro Rey.
Nuestro Rey es muy Rey y poco político. Sale de vez en cuando como el Sol de España. Menos veces de las que nos gustaría, pero siempre aparece como un rayo luminoso que alienta hasta el siguiente amanecer. En el sexto aniversario de su proclamación, Felipe VI ha vuelto a hacer gala de su mejor forma, de su sonreír discreto, de su innata gentileza, radiante y tan seguro de su imperio que se renuevan y reverdecen todos los anhelos y las esperanzas. Su actitud es clara e inmutable. Está a las órdenes de España, evidenciando que él no es un Rey, sino el Rey. Su función es una especie de sacerdocio que debe asegurar, por el bien de su Reino, la estabilidad y continuidad del Gobierno.
Cuando un linaje ha dado todo lo que el Señor esperaba de él, tiende a desaparecer; pero, mientras subsiste, sus derechos son imprescriptibles. A nadie pidió él ser Rey de España. Fue una gracia del Cielo y un mandamiento de la Historia. Cada uno en su casa, y Dios en la de todos. Lo cierto y verdadero es que su figura es, a día de hoy, el único cheque en blanco que se puede extender a la utópica decencia de la generalidad de los españoles.
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