Aspirante a victimador
Whatsappeando esta mañana con amigos periodistas, vocacionalmente empotrados en el Congreso de los Diputados en cada cónclave importante, logré hacerme una idea de la relevancia de la moción de censura interpuesta por Podemos. La mejor Tita, que me pide este pseudónimo de filántropa aristócrata en el caso de contarles a ustedes cómo afrontaba tan augusto acto: «Nena, me pillas en el baño, que tengo el entrecejo como un campo de cardos y es el momento de segarlo aprovechando que Montero aún lo alargará un rato». ¡Por fin la dignidad de un país a la que aludía Irene en la tribuna del Congreso! ¡La dignidad de un país en el entrecejo depilado de uno de nuestros cronistas parlamentarios! La escasa habilidad de Podemos e Irene Montero ha sido, una vez más, la de convertir España en una caricatura marginal. El odio de clases en una foto mayoritaria del país.
La postiza de Errejón exigió feminizar la política, cuyo concepto debe ser mucho más que defender una moción de censura por ser la novia del líder de los morados. Completó dos horas y ocho minutos de un discurso tremendamente ingrato con los avalistas de su despropósito: Bildu, ERC y Compromís. Todos ellos escondidos a propósito en su discurso habida cuenta de la incompatibilidad de filoetarras y aficionados con la candidata que Montero se compró en algún outlet ideológico de pseudodemócrata para apuntalar a su paupérrimo churri-candidato: la que se presentaba en realidad era «¡La Democracia que se abre paso!». Muy legítima fue la parte en la que se atribuyó la legitimidad necesaria para nombrar los hasta 65 casos de corrupción del Partido Popular, para lo que completó su mejor minuto y 43 segundos. No obstante, el destape de los 65 procesos no eran logros de Podemos, sino éxitos usurpados a la Policía, Guardia Civil y sistema judicial. En ese momento, Montero brilló porque reconocía, de forma paladina, la preeminencia y eficacia del sistema que su formación —y adláteres independentistas— han venido a subvertir.
Rajoy después. Notablemente aburrido subió a la tribuna con la habitual flema parlamentaria para usar una de las armas políticas más letales con el adversario: la condescendencia. Y Montero e Iglesias pasaron de oposición a hijos rebotados de Rajoy buscando su sentido de pertenencia en el botellón soviético y el hardcore: “Para perder cualquier candidato vale. Incluso usted, señor Iglesias…”. “Ustedes han convocado manifestaciones, aunque las han secundado poco. Hablan de mayoría social, aunque han perdido ya dos veces”. Aunque lo verdaderamente asombroso fue lo de Iglesias. ¡Afrancesado!. Plagiando el discurso de la vetusta derecha francesa de Sarkozy: “Nuestro país es una chica que sirve copas. Una camarera de piso con dolor de espalda. Un agente de policía sin chaleco antibalas. Un jornalero que tiene que mendigar un PER, un estudiante que va a clase en barracones…”.
Toda la interminable retahíla era el calco del discurso y el timing del candidato conservador de la UMP, Unión por un Movimiento Popular, en enero de 2007: “Francia tiene el rostro de Guy Môquet cuando lo fusilaron… Tiene el rostro de un inmigrante italiano con nacionalidad francesa… Tiene el rostro ensangrentado de Moulin… Tiene el rostro de una hija de la Lorraine…». Iglesias no tenía hoy la cara de presidenciable en el Congreso de los Diputados, sino la de un político victimista, viejo y cansado aspirante a victimador.
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