Los niños de la guerra: así nacieron los talibanes
Instruidos en escuelas coránicas radicales en la frontera paquistaní, son los refugiados de la guerra con la URSS
Eran los hijos de los muyahidines combatientes, forzados a dejarles atrás por la ofensiva soviética
Cuando volvieron a su país fueron recibidos como héroes por la población, devastada por las guerras tribales
¿Quiénes son los talibanes que han tomado el poder en Afganistán?
Las 29 normas que los talibanes imponen a las mujeres en Afganistán
El cambio radical de la corresponsal de CNN tras la llegada de los talibanes a Kabul
En apariencia era una especie de pelota. Llamaba la atención porque de lejos, cuando la luz solar se reflejaba sobre su superficie metálica, magnificaba los colores en los que estaba decorada: azul, amarillo, verde, rojo… rojo sangre. No estaba diseñada para matar. Sí para mutilar. Miles de niños afganos perdieron parte de sus manos cuando desenterraron lo que imaginaban que era un juguete que alguien se había olvidado, pero en aquella atrocidad había muy poco de casual. Fue el más descarnado de los instrumentos que diseñó el KGB para aterrorizar a la población rural y obligarla a que se agrupara en los núcleos urbanos. El objetivo era aislar a los muyahidines, pero el resultado fue muy diferente. Muchos de aquellos niños mutilados se convirtieron años más tarde en la primera generación talibán.
En abril de 1978 la Unión Soviética aprovechó la inestabilidad de la zona para tratar de atraer a Afganistán al bloque comunista y apoyó con todas sus fuerzas el ataque insurgente contra el Gobierno de Daud Kahn, provocando la respuesta inmediata de Estados Unidos, que no estaba dispuesto a ceder un enclave geopolítico tan importante a su principal enemigo. La CIA armó y entrenó a las juventudes integristas afganas, los muyahidines, muchos de ellos procedentes de zonas rurales, para que ejercieran de oposición contra el invasor. No fue difícil convencerles. Para un musulmán defender la patria forma parte de su código genético. En diciembre de 1979 la partida pareció marcar game over: los tanques rojos entraron en Kabul y se izó la bandera con la hoz y el martillo en el palacio presidencial de Tajbeg. Sin embargo el conflicto no había hecho más que empezar.
La URSS no tardó en controlar las principales ciudades, pero fracasó en su intento por aplacar a los muyahidines, que operaban en las zonas rurales e impedían el tránsito regular en las seis fronteras del país, boicoteando los suministros. Grupos aislados de partisanos dotados de armamento moderno facilitado por los americanos atacaban sin cesar objetivos militares soviéticos ante la impotencia de los soldados rojos, incapaces de atraparlos porque les beneficiaba la escarpada orografía afgana, a la que accedían frecuentemente montados a caballo. Eran como fantasmas. No sólo eran imposibles de neutralizar. Lo peor es que, como carecían de jerarquía y actuaban como comandos independientes, también resultaba infructuoso tratar de negociar con ellos. Simplemente no había con quién hablar.
Fue entonces cuando el servicio de inteligencia soviético pareció haber descubierto el arma definitiva con la que derrotar a los muyahidines, el helicóptero artillado Mi24, una poderosa arma de guerra capaz de penetrar por espacios montañosos inaccesibles y, sobre todo, capaz de resistir el impacto de los proyectiles gracias al blindaje de su fuselaje y al baño de titanio con el que se había protegido la cabina de pilotaje. Las ametralladoras del Mi24 destrozaron la primitiva infraestructura insurgente y causaron numerosas bajas entre los rebeldes.
Estados Unidos reacciona
Sin embargo la CIA no tardó en reaccionar y dotó a los muyahidines de misiles tierra-aire stinger que podían derribar un helicóptero a escasa distancia. Cuando los soviéticos empezaron a perder varios Mi24 diarios, a 10 millones de dólares por aparato, decidieron llevar la guerra a otro nivel. A un nivel inimaginable. Autorizado por Gorbachov, premio Nobel de la paz en 1990, el ejército rojo utilizó el terror para aislar a los rebeldes de la población rural. Las aldeas fueron bombardeadas, las cosechas destruidas, los rebaños tiroteados desde los helicópteros y los niños empezaron a encontrar diseminadas sobre el campo minas con apariencia de juguetes que les mutilaban brazos y piernas.
En menos de un año Kabul triplicó su población, pero a pesar del aumento demográfico de la capital el efecto conseguido no fue el esperado por los soviéticos. Seis millones de personas, mayoritariamente ancianos, mujeres, niños e impedidos, casi todos de etnia pastún, se dirigieron hacia las fronteras de Irán y Pakistán en el mayor éxodo de la historia afgana, pero ni uno solo de los muyahidines abandonó su puesto. Se quedaron solos. Enfurecidos y reclamando venganza, pero solos. Sin familia en la que apoyarse, los guerrilleros se volvieron aún más patriarcales, más duros. Al invasor pasó a combatírsele con sus mismas reglas. Ojo por ojo. Diente por diente. La ley del Talión.
Mientras, un ingente número de refugiados llegó a las fronteras y se estableció como pudo, en campamentos sin las menores condiciones de salubridad y sin hombres que pudieran defenderles de los abusos de las bandas de delincuentes. La inteligencia paquistaní, el ISI, apoyada por Arabia Saudí y Estados Unidos, reclutó entre su propia población voluntarios para ayudar a los muyahidines, que acabaron ganando la guerra. En 1988, cansada de no obtener resultados y atenazada por sus problemas endógenos, la Unión Soviética empezó a retirar sus tropas y dejó al aparato gubernamental que ellos mismos habían montado en manos de los rebeldes, que en 1992 se hicieron con el poder tras ejecutar a todos los antiguos cabecillas.
Sin embargo, lejos de significar el cese de las hostilidades, la llegada a Kabul de los muyahidines y de los grupos extremistas paquistaníes reclutados a través del ISI dio paso a un nuevo escenario. Como eran incapaces de organizarse, fueron tomando pequeños sectores de la ciudad y combatiendo entre sí para no perderlos. La capital se convirtió en un inmenso campo de batalla y la población civil que no había sido masacrada por pertenecer al régimen soviético se enfrentó a un terror que no podía ni imaginar. Pronto no tardó en suceder lo mismo en el resto de núcleos urbanos del país.
Pero mientras eso sucedía en Afganistán, al otro lado de la frontera, en territorio paquistaní, ya se habían hecho mayores de edad los niños pastunes que habían tenido que huir por la represión soviética. Niños mutilados, niños carentes de la figura paterna, niños radicalizados por las más de 2.000 escuelas religiosas que operaban junto a la frontera a las que habían sido enviados para escapar del campamento de refugiados, y en las que habían sido instruidos en la rama más extremista del Islam siguiendo instrucciones del ISI, que les proporcionó también adiestramiento militar. Aquellos niños eran ahora talibanes.
Aprovechar el caos
Los casi 200.000 talibanes matriculados en las escuelas coránicas fueron agrupados en torno a la figura del mulá Omar, un antiguo guerrillero muyahidín que advirtió la posibilidad de aprovechar el caos y que recibió apoyo militar y económico por parte del ISI. Tras vulnerar los pasos fronterizos en 1994, los talibanes penetraron en el país que habían abandonado siendo niños y aplicaron la sharia en su forma más estricta, castigando los delitos con amputaciones y pena de muerte y permitiendo que volvieran a circular las mercancías entre Pakistán y Afganistán. La población civil, desesperada por los abusos a los que era sometida por los grupos tribales y sin los mínimos recursos de supervivencia, les recibió como salvadores y les alentó para que impusieran su doctrina en todo el territorio. Mucho mejor preparados que los anárquicos muyahidines y, sobre todo, dotados de una estructura jerárquica con la que se podía negociar, los talibanes llegaron a Kabul dos años más tarde, en 1996, para poner fin a cuatro años de guerra civil.
Los presuntos salvadores, sin embargo, resultaron no ser lo que el pueblo esperaba. No tardaron en imponer la prohibición de que las mujeres participaran en la vida pública, además de obligar a todos los ciudadanos a seguir el cumplimiento de la rama más estricta del islamismo, tal y como ellos habían sido educados en las escuelas radicales fronterizas, bajo la amenaza de que aquel que vulnerara las normas sería ejecutado o seriamente castigado. Pronto el ISI comprendió que era necesario pararles, pero ya era demasiado tarde. Afganistán se convirtió en un reducto inexpugnable en el que encontró cobijo un grupo terrorista formado por antiguos muyahidines llamado Al Qaeda, que no tardó en declarar la guerra a Estados Unidos llegando a colapsar el mundo con el atentado de las Torres Gemelas en 2001.
Los americanos, que inicialmente habían prestado apoyo logístico a los muyahidines y que habían acogido con regocijo la retirada de las tropas soviéticas de Afganistán, se dieron cuenta de que habían permitido que surgiera un monstruo y se lanzaron al ataque con el objeto de expulsar a los talibanes. Pero, al igual que sucedió con los rusos, volvieron a fracasar. Hoy la segunda generación talibán vuelve a mandar en Afganistán y vuelve a demostrar que es imposible doblegarlos. El primero que lo intentó fue Alejandro Magno. Corrió la misma suerte que la URSS y ahora Estados Unidos. Sólo el tiempo dirá si esta nueva camada se conforma con dominar su propio país o si vuelve a ser base de actividades terroristas. Si es así, el mundo volverá a temblar.
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