Compensar a los taxistas es de recibo con la nueva Ley de Movilidad
Todos los sectores se han visto afectados por el cambio de los tiempos, pero los taxistas, además, han sido gravemente perjudicados por el Estado.
La regulación de los transportes urbanos no es un asunto cerrado. Inevitablemente los poderes públicos deberán abordar este asunto en su conjunto y reordenar las distintas actividades estableciendo unas nuevas reglas del juego para todos los implicados, patinetes, “sharing”, transportes turísticos, autobuses, VTC, y por supuesto, taxis. Es obvio que no se puede partir de cero, sino que hay que evidenciar el contexto y realidad actual de los sectores tradicionales frente a los nuevos.
Todos los sectores se han visto afectados por el cambio de los tiempos, pero los taxistas, además, han sido gravemente perjudicados por el Estado, principalmente por “los gobiernos de España”, reflejando este plural que han sido varios y de diferentes colores políticos. Estos perjuicios requieren una compensación, que ha de ser previa e ineludible a cualquier proyecto de reordenación de las distintas actividades de transporte.
El ministro de Transportes, Movilidad y Agenda Urbana ha anunciado una nueva Ley de Movilidad Sostenible, y debe ser en el contexto de ese instrumento donde precisamente el Gobierno proceda a la justa compensación a los taxistas de los despropósitos reguladores sufridos en más de una década.
Para hacer memoria conviene retrotraerse al no tan lejano año 2009. Todo comenzó como una más de las plagas bíblicas por las que atraviesa cíclicamente nuestro país: Rodríguez Zapatero. Esté impulsó una reforma de decenas de leyes mediante la denominada Ley Ómnibus, donde fue más papista que el Papa y liberalizó la concesión de autorizaciones de arrendamiento con conductor (VTC), que no reclamaba Europa y que estaba, hasta entonces, limitada en España. Por aquel entonces solo había 2.400 VTC en toda España, frente a más de 65.000 taxis. Esto satisfizo a los empresarios de ese sector, que veían como la ley española había impedido crecer a sus negocios en los años de bonanza previos a la crisis y ampliar sus flotas para satisfacer una demanda incipiente con deseo de exclusividad y un tanto cansada de las prácticas de los taxistas, acomodados en exceso en un mercado con escasa competencia.
El gobierno socialista de entonces aseguró, por nota oficial a los taxistas, que “La Ley Ómnibus no modifica el régimen jurídico vigente para los taxis y VTC”, persuadiéndoles de que el cambio legal no tendría consecuencias para sus negocios. ¡Cómo iban a perjudicar a trabajadores como los taxistas! Esta fue la mercancía que se vendió. Pronto se reveló que no sería así, y que acababan de liberalizar absolutamente las VTC. En 2010, intentaron salvar la situación que habían creado. Se aprobó por Real Decreto un desarrollo de la Ley Ómnibus, que contenía una reforma reglamentaria con la que el Gobierno pretendía deshacer el camino andado meses atrás por el Parlamento e intentaba recuperar los requisitos intervencionistas de acceso al mercado para estos vehículos VTC.
Saltarse el principio de legalidad es aún difícil en un Estado de Derecho, por lo que intentaron apuntalar el despropósito en normas interpretativas y de desarrollo. Pero había muchos millones en juego y nadie iba a permanecer pasivo si se abría un mercado cerrado hasta la fecha, como era el de la movilidad urbana en vehículos turismo, de modo que ante la sorpresa de propios y extraños, no sólo las patronales VTC recurrieron aquel Real Decreto, sino que también lo hizo, y al unísono, la principal patronal de taxistas de la época. Elevado el asunto al Tribunal Supremo, éste en Sentencia de 2012 vino a certificar la ilegalidad de aquella reposición de requisitos limitativos a la libertad de empresa, sin una ley que diera cobertura a esas disposiciones. La Ley Ómnibus, sin duda jurídica alguna, había liberalizado absolutamente el otorgamiento ilimitado de autorizaciones VTC. Alguien había mentido.
Lo demuestra esta nota oficial del Ministerio de Fomento de José Luis Rodríguez Zapatero.
A continuación, los más arriesgados emprendedores de ambos sectores comenzaron a solicitar cientos de autorizaciones para adscribirles vehículos de esta modalidad de transporte. De momento eran peticiones limitadas. No se vislumbraba aún el negocio que surgiría al calor de las plataformas digitales. Era 2013 y por aquel entonces había cambiado el color político del Gobierno y a los taxistas ya se les había revelado descarnadamente la precaria situación en la que habían quedado, mudando entonces su ánimo hacia la justa reivindicación del atropello sufrido. El nuevo Gobierno iba a sufrir la guerra que el anterior, causante voluntario de la catástrofe, había evitado con todo tipo de maniobras.
Fomento, tras la correspondiente manifestación multitudinaria de taxistas, promovió un nuevo cambio legal con la ilusa intención de dar marcha atrás al reloj y volver al régimen legal previo a la liberalización del ahora mediador u hombre bueno internacional. Pero lo ejecutaron con proverbial timidez, y remitieron los cambios a la aprobación de un futuro reglamento. Nada había cambiado en la práctica. Fiel reflejo de un Gobierno del hacer sin hacer, pudiéndolo haber hecho todo.
Aun tuvo suerte el sector del taxi y presionando con habilidad ante la ley de Unidad de Mercado, de De Guindos y Nadal, consiguió que no se zanjase todo con una liberalización absoluta de ambos sectores al final de 2013. Eran tiempos de pancarta verde y bata blanca, del “rescate”, y la “gobernanza” de la Comisión Europea, pero cundió el acierto, por una vez.
Entretenidos en estos pasatiempos patrios, al principio de 2014, llegó el advenimiento de la llamada “disrupción tecnológica”, encarnada en la californiana Uber, que pretendía sustituir a los taxis por los coches de los particulares, vendiéndoles la promesa de unos euros con los que remontar la crisis, envueltos en la políticamente correcta “economía colaborativa”. El sector del taxi se puso patas arriba y retornó a la calle clamando justicia y cumplimiento de las reglas de competencia leal. Pronto hablaron las togas, y el Juez de lo Mercantil de Madrid, en diciembre de 2014 suspendió en España el modelo de negocio que Travis Kalanick había intentado exportar de la América libre a la vieja y reglada Europa. La secuencia se reprodujo en otros países de la Unión Europea y el litigio se elevó a su Tribunal de Justicia , que debía decidir si Uber operaba bajo las reglas del transporte y debía obtener licencias o como plataforma digital estaba exenta de aquellos requisitos. Optó por lo primero.
Mientras, “#Uberoff” era la consigna para resistir a la ruina de miles de taxistas honrados y trabajadores que veían amenazados su futuro y sus ahorros invertidos en sus licencias, con las que el Estado había permitido mercadear sin límite. No obstante, la multinacional viró el rumbo y descubrió un filón en el mercado de las liberalizadas VTC. Aunque ya que no podía proveerse de particulares que colaborasen como transportistas, podría proveerse sin límite de vehículos y trabajadores precarizados con los que hacer “dumping” y ofrecer una competencia sin igual que acabaría por entregarle todo el mercado de la movilidad urbana. Unos meses les bastaron a especuladores y aventureros de todo tipo -dirigentes de los taxistas incluidos- para solicitar miles de nuevas autorizaciones en las ventanillas de las indefensas Comunidades Autónomas, que litigaban para impedirlo bajo unas reglas impuestas por el Gobierno sin ningún margen de maniobra. Spoiler: a finales de 2017 el Tribunal Supremo sentenció a favor de dichos solicitantes.
Fin a la concesión de VTC
Retornamos a 2015. Con el taxi encendido, el Gobierno se aprestó a aprobar aquel reglamento que por fin daba cerrojazo al libre otorgamiento de autorizaciones VTC.
Nuevamente esas restricciones al otorgamiento de VTC se recurrieron a los Tribunales. La Audiencia Nacional desvió el asunto al Tribunal Supremo, que recogió el guante y, tras un proceso que enfrentó a la CNMC, Uber, Cabify y la patronal Unauto-VTC, contra Fomento, Fedetaxi y otras asociaciones de taxistas, la CAM y el Ayuntamiento de Madrid, los altos magistrados examinaron celosamente la normativa europea sobre libertad de empresa, la nacional sobre unidad de mercado y la nueva de transportes, concluyendo que bajo el debido amparo legal, es conforme a Derecho establecer restricciones reglamentarias al número de VTC que debían de otorgarse por las Comunidades Autónomas, y otros requisitos sobre las condiciones en que han de prestarse esos servicios en clara distinción de los taxis.
El mercado se estabilizaba, se topaba el número de vehículos que pueden prestar cada actividad y se fijaban unas reglas de operación que, con sus imperfecciones, podían generar un marco de convivencia de las dos modalidades, y ello con el refuerzo de la inspección y control de los nuevos VTC a través de un registro digital (que, como no, también se judicializó), matriculas especiales para ambos vehículos y la confianza en que el mercado se vaya autorregulando.
Había pasado lo peor de la tormenta, pero quedaban los daños. Casi 20.000 VTC circulando por nuestras ciudades, solo en Madrid casi la mitad de ellas. Una inflación de 33 puntos sobre el número de vehículos turismo de transporte público urbano. A lo que hay que añadir los nuevos operadores de micromovilidad y “sharing”.
En consecuencia, es conveniente, necesario, justo y legítimo establecer una compensación o programa de compensaciones para los taxistas. Otros sectores como las eléctricas fueron compensados por menos desaciertos públicos previos. El Gobierno debería tomarse este asunto en serio y zanjar de una vez por todas este conflicto abierto para que no se perpetúe.
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