María Sánchez: “¿Prosa cipotuda? No me interesa nada, prefiero leer otras cosas”
Veterinaria y escritora. María Sánchez (Córdoba, 1989) se expresa con pureza, con calma, sin pretensiones. Tras el ensayo ‘Tierra de Mujeres’, con el que puso frente al espejo a muchas madres, hijas y nietas, quiere regar los surcos de nuestra memoria, la colectiva, la de todos, para que cojan fuerza aquellas palabras del medio rural que están en peligro de muerte con ‘Almáciga’ (GeoPlaneta). Le gusta más “convidar” que “invitar” a comer a sus amigos porque para la escritora, claro, hay una diferencia clave entre ambas palabras, a pesar de ser casi lo mismo. Invitar implica compromiso, convidar conlleva felicidad.
Se ha ganado algunos enemigos –lejanos– al señalar la posición adinerada y burguesa desde la que Miguel Delibes escribía sobre el campo y la naturaleza. Cree que podemos “reflexionar” sobre el hecho de que no haya escritoras del ámbito rural de la edad de Delibes o Julio Llamazares y se pregunta qué hubiera pasado si todas esas “mujeres invisibles” de esa generación hubieran podido elegir con “libertad” qué hacer con su vida.
Asegura que no elige nunca la prosa cipotuda, esa íntimamente ligada a relatos de novios a los que han dejado novias y barras de bar hasta arriba de whisky para aliviar las penas del desamor, porque, dice, “ni me va, ni me viene”. Confiesa, además, y esta es una afirmación nada baladí, que ha sufrido más machismo en “los círculos culturales que en los círculos de ganaderos de mi vida diaria”.
Qué bien haber podido convidarte, María. Me encanta la palabra convidar, aunque ya casi nadie la use.
¿Sí? No me digas, en mi tierra se dice mucho, es una palabra muy familiar. La usamos incluso más que invitar.
Aquí en Madrid, cuando lo digo, me suelen decir: “Hija, ¡qué decimonónica!”. (Risas)
(Risas) Pues qué pena, a mí me gusta mucho porque para mí lleva implícita la ilusión de compartir un rato con alguien que me importa, algo que me hace feliz.
¿Qué es una almáciga?
Yo uso la segunda acepción del diccionario porque hay quien me ha venido con que es la resina o la mesa de los Caballeros de la Mesa Redonda, pero no. Almáciga es un lugar donde se siembran y crían los vegetales que luego, cuando cogen fuerza, han de trasplantarse para hacerlos brotar en el huerto. Seguro que lo has visto, son esos cuadraditos pequeños que se venden muchas veces en tiendas de semillas o cooperativas, y me gustó mucho la idea de pensar que son lugares donde poner también las palabras para que descansen, poderlas leer, conocer y compartir para que, además, cojan fuerza y estén en nuestro día a día.
Sueles lamentarte de que con la desaparición de la generación de nuestros abuelos habrá palabras o expresiones que dejarán de existir, pero creo que los más jóvenes tenemos responsabilidad en ello. ¿Hemos perdido la capacidad de escucha?
Creo que no nos han enseñado a apreciar o valorar lo que tenemos, no porque no hayamos querido, sino porque no nos han enseñado y esto pasa mucho con el campo y la naturaleza. La gente no lo cuida porque, sencillamente, no lo aprecia. Con este libro quiero, de alguna manera, dar un pellizco a la memoria, porque, además, gracias a ‘Tierra de Mujeres’ (Seix Barral) –su anterior publicación– he descubierto que muchas personas han preguntado por historias de sus padres, abuelos o bisabuelos que no conocían. Es muy bonito saber de dónde venimos y creo también que la memoria es fundamental porque, a fin de cuentas, estamos hechos de recuerdos y de las células de nuestros antepasados. Ellos siguen viviendo en nosotros.
¿A qué achacas esa ausencia de interés por conocer el pasado vivido en los pueblos y el campo?
Debemos decir que nuestros pueblos, así como la cultura que emana de ellos, han sido muy machacados. Hasta hace muy poco, y tú lo has contado con la palabra convidar, todo lo procedente de los pueblos se veía como algo paleto o inculto. Por ejemplo, se han metido mucho con expresarnos de una única forma y, presuntamente, hablar bien cuando en España tenemos una diversidad de acentos brutal de los que deberíamos sentirnos súper orgullosos y reivindicarlos.
Hay personas, como los actores, que se educan la voz para no tener acento al hablar.
A mí eso me da mucha pena. La primera vez que fui a Madrid a recitar un poema, recuerdo que el comentario fue: “¡Qué graciosa es que lee con su acento!”. Y pensé: “¡Pues cómo quieren que lea!”. Ésa fue la primera vez que fui consciente de que mi acento andaluz era sinónimo de ser gracioso o de ser cateto y no estaba contando un chiste, sino recitar un poema.
Tú que eres escritora y te mueves por círculos literarios, ¿qué opinión tienes de la llamada prosa cipotuda con la que se ha identificado a algunos escritores?
(Risas) Pues, mira, sinceramente, creo que estas prosas te enseñan muy bien quién escribe, quién publica, desde qué género o desde qué clase social. Sí, esta prosa está muy asociada a un tipo de escritor, pero creo que hay márgenes para personas que escriben diferente y desde otros lugares y circunstancias. A mí, la verdad, es algo que no me interesa; ni me va ni me viene, me hace feliz leer otro tipo de libros.
¿Miguel Delibes te resulta demasiado aburguesado para hablar del campo?
Hay quienes se han tomado muy mal que diga de dónde viene Delibes y cuál era su realidad cuando, además, he leído todo de él y ha sido uno de mis referentes, como lo fue también Félix Rodríguez de la Fuente; pero eso no quita que no podamos reflexionar sobre quién escribía acerca del campo, desde que género, desde qué clase social y en qué condiciones, porque Miguel Delibes era una persona que procedía de una familia que tenía dinero. Esto es un poco lo que yo lanzo, pero no tengo ningún problema con Delibes, todo lo contrario, ‘El Camino’ ha sido siempre mi libro favorito. Creo que podemos reflexionar y preguntarnos la razón por la que no hay mujeres de la edad de Delibes o Julio Llamazares que hablen y escriban de sus pueblos. No creo que pase nada por cuestionarnos esto, ¿no?
Pienso en mi madre, por ejemplo; ella nació en el año 60, que no son los años 30, pero desde muy pequeña la sacan del colegio para coger aceitunas. Entonces, me pregunto, ¿qué habría pasado si hubiera tenido la oportunidad de estudiar una carrera como sí lo hizo su hermano pequeño? Quizá la primera escritora de mi familia hubiera sido mi madre y no yo. En definitiva, no tengo nada en contra de Delibes, aunque hay personas que se lo han tomado mal, sin embargo, es al revés, me encanta cómo escribe, es maravilloso, pero si te pregunto si conoces de esa edad a alguna escritora, ¿a qué lo tienes que pensar mucho?
Ahora mismo seguramente no podría decirte ninguna autora, la verdad.
Podríamos pensar en ‘El Río’ de Ana María Matute, pero tardaríamos en llegar hasta ella, no lo tendríamos tan claro. Por eso me pregunto qué hubiera pasado si todas esas mujeres invisibles hubieran podido elegir con libertad qué hacer, quedarse o irse del pueblo a aprender otras cosas, quizá habría muchísimas más mujeres escritoras. Pero, déjame que insista, con Delibes no tengo ningún problema, de hecho, ahora con la pandemia he pensado mucho en él y he regresado decenas de veces al discurso de entrada en la RAE en 1975 porque… ¡es tan actual! Pienso: “¿Qué escribiría ahora Delibes?”.
Tendría que inventar a otro Daniel ‘El Mochuelo’.
¡Pues sí! Además, siempre he dicho que me encanta cómo retrata a mujer rural en ‘El disputado voto el señor Cayo’ porque, a pesar de que seguramente le ayuda a todo de lo que presume, la pone muda. En realidad, el voto de ella no importaba.
En la Segunda República la socialista Victoria Kent vota en contra del sufragio femenino porque defendía que el voto de la mujer estaba condicionado por la sumisión al marido y al confesor.
Seguro que en las primeras votaciones de la democracia habría muchos maridos que preparaban el sobre para sus mujeres.
Hay una película francesa titulada ‘Un doctor en la campiña’ que relata la historia de un médico rural que cae enfermo, es sustituido por una doctora y los lugareños se las hacen pasar canutas. ¿A ti cómo te tratan los ganaderos a los que vas a ver?
No conozco la película, me la apunto. Tenemos el prejuicio de pensar que estas cosas que describes sólo pasan en los pueblos, pero el machismo afecta a todos los espacios, no sólo a los rurales. Trabajo de veterinaria con alrededor de 90 ganaderías por toda España y Portugal y, efectivamente, la mayor parte de las personas con las que trato son hombres, aunque en muchos casos sus mujeres estén trabajando con ellos, pero no figuren como titulares de nada. A ellas se las considera como alguien que les echa una mano, pero este es otro asunto.
Bien, pues en todos estos años, sólo ha habido el caso de un chico, además de mi edad, que al llegar a su ganadería me preguntó por mi compañero Juan Carlos y, como yo no me callo, le dije: “Juan Carlos no viene, si quieres te hago el trabajo y cuando termine, pues ya decides si llamas o no a Juan Carlos”. Desde entonces, este ganadero concreto sólo quiere que vaya yo a atender a su ganado. Pero, mira, y esto me gusta contarlo, me he encontrado con más machismo en los círculos literarios y culturales que en mi trabajo del día a día. Por ejemplo, en Barcelona durante la celebración del Premio Seix Barral, que fue mi presentación con ‘Tierra de Mujeres’, el comentario de un editor canadiense fue: “Ah, pues vistes muy bien para ser de campo y veterinaria”.
¿Y qué esperaba? Pregunto.
Pues que fuera con las botas llenas de barro, llena de mierda, mal vestida, no sé. Esa es la postal que sigue estando. En este sentido, en el mundo literario he encontrado reacciones así, personas cuestionando el hecho de que haya publicado e incluso hablando de mis relaciones sentimentales cuando en mi trabajo diario jamás me ha pasado.
¿Relaciones sentimentales?
(Risas) ¡No sé, te hablo de los comentarios que me han hecho a mí y mi experiencia! En la Feria del Libro de Valladolid, por ejemplo, en una mesa redonda un poeta decía que las mujeres teníamos muchísimas más facilidades para publicar y que estábamos ganando todos los premios de poesía. En ese momento, claro, te quedas en shock, pero al ver el listado de premios compruebas que las mujeres no se han llevado ni el 10%. ¡Qué premios! ¡De qué me hablaba este señor!
Bueno, a lo largo de la historia ha habido matrimonios de poetas o escritores en los que la mujer ha cedido todo el protagonismo a su marido. Se me ocurre ahora mismo, por ejemplo, María Teresa León y Rafael Alberti, los dos poetas, pero él es infinitamente más conocido que ella.
Bien, le vamos a dar la vuelta, muchos de estos escritores escriben, pero ¿gracias a quién? Es posible que muchas de sus mujeres no fueran escritoras o poetas, como en este caso, pero ellos no se preocupan por poner lavadoras o cocinar, sólo se dedican a escribir.
Mario Vargas Llosa siempre ha dicho que sin su mujer, Patricia, no podría haber podido dedicarse al 100% a escribir.
Esto es muy importante contarlo, parece que un escritor se sienta a escribir y ya, pero quién cuida a los niños, hace la compra, etc. A mí personalmente me ha pasado. Tuve una pareja que era escritor y yo, siendo veterinaria y levantándome a horas infernales, me daba tiempo a trabajar, cocinar y poner lavadoras –que él no puso ni una mientras estábamos juntos– y, oye, a escribir también. Me daba tiempo a todo y a él, que se suponía que sólo tenía que escribir, no le cundía el día.
Pero, María, ¿de eso no tenemos parte de la culpa nosotras?
No lo sé, pero mi sensación personal, y lo hablo mucho con mis amigos, es que cada día soy más mi madre. (Risas) No lo digo para mal, me alegro, pero tengo muchas manías. Por ejemplo, no puedo sentarme a escribir si no tengo la casa recogida. ¡Es que no puedo! No sé si será porque lo hemos vivido desde niñas y lo tenemos súper metido dentro, pero, la verdad, cuesta desembarazarte de ello. Es más, la escritura es la última actividad de mi día, primero está el trabajo y hacer todo lo que tengo pendiente.
Hay una anécdota de tu tatarabuela Pepa que me encanta. Cuando ya no podía andar, con gran autoridad pidió que la sentaran en una silla para ver cómo sacaban el corcho de los alcornoques, tal y como había hecho toda su vida. Eso sí que era fidelidad a las costumbres, ¿eh?
Además, esta es una historia que si yo no hubiera escrito ‘Cuaderno de Campo’ jamás la habría conocido y aquí, de nuevo, volvemos a la reiterar la importancia de dignificar a las personas del campo y sentir que es muy importante lo que cuentan y lo que hacen. Cuando escribo el primer poemario, mi familia tenía un poco de pitorreo: “Mira, la niña, que es poeta”. Luego, cuando leyeron el libro –en el que yo hablo de mis abuelos, de mi infancia, etc– y vieron que me importaba mucho todo lo que me contaban, hubo un cambio de chip y mi padre empezó a relatarme un montón de historias como, por ejemplo, esta de mi bisabuela Pepa. Ella, ahí parada frente al árbol, formaba parte del territorio y era muy consciente del sitio en el que habitaba, así como la relación que tenía, no sólo con las personas, sino también con las plantas, los árboles o los ríos.
Otra palabra que también recoges es faltriquera. ¡Es fantástica! Mi padre la usa mucho cuando habla de su abuela Gregoria.
Muchas veces, si te das cuenta, la gente sabe lo que es una faltriquera, probablemente está cansada de verla con nuestras abuelas, sin embargo, no sabe el significado. Y, otra cosa, fíjate que a raíz de sólo una palabra somos capaces de contar una historia de nuestros antepasados y, además, ver el reflejo de una época.
Si hay una prenda que para mí representa a la mujer rural es el delantal. Creo que merece la mayor de las odas. Mi abuela Cayetana tiene 98 años y aún lo sigue usando porque dice que ¡dónde guarda ella sus cosas! Jamás ha usado bolso.
(Risas) Pero, María, ¿tú has visto a alguna mujer mayor de los pueblos que vaya a comprar con el bolso?
No, claro, suelen llevar sólo el monedero debajo del brazo o en los bolsillos de los delantales.
¡O se siguen guardando sus pañuelos! Me encantó lo que hizo Benedicta Sánchez en la entrega de los Goya cuando llevaba el pañuelito en la manga, me recordaba a mi abuela, algo que yo también hacía cuando iba a colegio, pero que dejé de hacerlo cuando empezaron a reírse de mí. Eso sí, para mí era algo súper normal.
Mira, yo no puedo –ni quiero– renegar de mi ruralidad, sobre todo, porque no podría ser otra cosa. Pero, además, creo que contar con una educación rural es un plus de enriquecimiento con respecto a los urbanitas, no por superioridad, sino por complementariedad.
Es que podemos aprender los unos de los otros. Lo que no puede ser es lo que siempre ha ocurrido, denostar los pueblos y pensar que lo mejor está en la ciudad.
Cuando vine de Toledo a Madrid a estudiar, un día que estaba en un ambiente muy urbano, se me ocurrió decir que iba a ir a un médico de pago. ¡No te puedes imaginar las risas del personal! Me dijeron: “Bueno, dirás que vas a la sanidad privada”. (Risas)
(Risas) ¡Pero si seguro que te entendieron! Hombre, y si fueras al médico de cabecera, no dirías eso, dirías voy al consultorio, ¿no?
Pues no, no. Te diría que voy a ver a Don Antonio el de fuera, porque en mi pueblo los dos médicos se llaman Antonio y, para distinguirlos, los llamamos el de fuera y el de dentro.
Es curiosa la reacción de la gente cuando te dijeron lo de la sanidad privada porque, en lugar de aprender y valorar las diferencias del otro, solemos enjuiciar.
Venga, cuando pases por Madrid para ir al Califato, te convido a un refrigerio y sacamos unas sillas al fresco.
(Risas) Lo que más me gusta. ¡Hecho!
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