La verdad de un club

La verdad del Mallorca está, además de su afición, en su patrimonio: la primera división, sus jugadores y técnicos. Estaba, categoría aparte, en el descenso en el campo del Mirandés y el principio de su ascenso en Perelada. Desentonaba en la figura de Maheta Molango, que lo mismo trabajaba en Palma como podía haberlo hecho en Londres, donde reside ahora. Que nadie busque sentimientos en un fondo de inversión cuya finalidad se explica en su propia definición, ni en ejecutivos procedentes de diversas ramas profesionales.
La verdad está en técnicos como Arrasate que, aunque sin haber pisado la Isla antes, rezuma fútbol por los cuatro costados. Del bueno, del de su pueblo a cuyo equipo ascendió, del que heredó de su padre, del que enamora por su nobleza y pureza sin intermediación de VAR alguno ni de intereses económicos espurios. También en algunos jugadores, solo aquellos que alcanzan a comprender y respetar lo que se esconde detrás de una camiseta o un escudo.
Alfonso Díaz, desleal a su mentor, Molango, puede que con razón -«business is bussiness»- sabe de fútbol lo que le pudieron enseñar en la multinacional LG, dedicada a la fabricación y venta de electrodomésticos. Mañana, cuando los americanos vendan, puede trabajar en otra de automóviles o de seguros. No en vano expresó en el digital «El Español» su gran objetivo: convertir al Mallorca en una multinacional. Habría inventado la pólvora. Nada que objetar.
Pablo Ortells dio un gran paso al cambiar un despacho auxiliar en la organización del Villarreal por uno de mayor nivel en Son Moix. Es químico, muy respetable oficio pero sin demasiada conexión con su actividad futbolística. Pero ni uno, ni otro, ni mucho menos el presidente, han aprendido lo fundamental: el por qué de todo esto.
De ahí que aunque un día vendan sus acciones y se marchen y vengan otros más o menos como ellos, la gran verdad es que esa respuesta seguirá aquí, en la categoría que sea y sin sueños, quimeras, utopías o pesadillas que alteren la robustez de sus raíces. Es el aire que se respira sobre el césped y no el del enviciado en los despachos aunque pulvericen con litros de aroma fresco introducido en un bote con spray.
El dinero, dijo Cruyff, hay que ponerlo en el campo. El espíritu, también.