El vodevil
La política, como arte noble de lo posible, ya no es aquel espacio de entendimiento y consenso que hace éticamente virtuosos a los hombres y que Alasdair MacIntyre glosara en su After Virtue, una obra aristótelica de recomendable lectura. La política, decía, se parece hoy más a una trinchera de vanidades, hoguera donde las virtudes se queman y quedan las cenizas de unos egos personales incalificables. Ahora estamos en la era de la política al detalle, la política en minúscula que sobrevive a través de flashes retóricos y mediáticos, a golpe de ingenio de sus líderes. El partido por encima del Estado, el estado de opinión como ágora de pasiones.
Desde hace ocho meses, España respira bajo las arenas movedizas del crédito internacional. Desde fuera no comprenden cómo un país sólido en su arquitectura institucional, a salvo de asonadas y golpes de populismo de extrema derecha (porque de izquierda y extrema izquierda vamos sobraos), camina hacia un precipicio consensuado, en constante esperpento sin causa. Habita en nuestro ADN un dejavú que nos hace repetir con encendida veleidad, errores y horrores pasados. Esta España que hace del término facha sus sostén intelectual -ahora sustituido por el de machista, tótem reduccionista para ocultar la verdad de un problema-, prefiere el frontón al juego de parejas, el solitario al dominó. Todo sea por no compartir espacio con ese vecino al que apenas vemos pero que hemos decidido no soportarlo. Porque preferimos despreciarlo a entenderlo. Cosas del ruedo ibérico.
Que pueda haber elecciones (terceras en un año) el 25 de diciembre es lo de menos. Es la sensación de menudeo personal que se traen entre manos los artistas de este sobrevenido circo del sol. La mezquina indignidad de quien considera España su patio de Monipodio, su autopista sin peaje. En este vodevil en sesión continua, los que solicitaban hace unos meses sentido de Estado y pedían que el contrario desbloqueara la encallecida situación, hoy se tuestan al sol bajo el soberbio «No» que da lustre a su ceguera política y su inanidad intelectual. Por su parte, aquellos que en febrero afirmaban henchidos de prepotencia que no pueden facilitar un gobierno del PSOE simplemente porque habían ganado, ahora suplican altura de miras al oponente. Un sistema parlamentario como el nuestro no está exento de incomprensiones ni de lagunas jurídicas, pero paralizar las instituciones de un país por conveniencia (táctica) y no por posicionamiento (estrategia) denota que hoy, a la política, a esta política, le faltan hechuras de estadismo y nociones de historia.
Ni siquiera aspiramos a ser una nación de pluralidad majestuosa, sino un mosaico de individuos asilados unos de otros. Un mundo de voluntades que se conectan por inercia. Reunirse frente al televisor o la barra de un bar para discutir es hoy una quimera. Si acaso para insultar o descalificar, verbos que cotizan al alza en el parqué de las costumbres patrias. Sánchez llegará el próximo 30 de agosto a escenificar lo que cada día anuncia en Twitter, en una cansina representación del despropósito. Pablo Iglesias, con su formación cerrada por derribo estival, seguirá denunciando incoherencias por doquier, mientras en Ciudadanos no dejan de preguntarse cómo puede ser que el único partido que no se ha ido de vacaciones y que lleva un año con el pico y pala del entusiasmo -novel- por bandera, siga cayendo en aprecio público. En diez días asistiremos a un nuevo entremés tragicómico en el Congreso. Nihil novum sub sole. Como si Lampedusa escribiera los torcidos reglones de un esperpento que a la plebe ya no le divierte. De momento sobrevive porque el pan y circo de agosto sirve de cloroformo. Cuando llegue septiembre, la broma ya no se sostendrá. Demasiado vodevil ha soportado ya este teatro.
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