¡Viva Cuba libre!
Tal vez el hecho que más me sorprendió la primera vez que visité Cuba fue el ritual que todos los cubanos repetían cada vez que les preguntaba por la dictadura castrista en locales públicos. Se quedaban en silencio, miraban a su derecha, a su izquierda, a su espalda y, si certificaban que no había chivatos en la costa, rompían su silencio y respondían. Primero con frases cortas, lenguaje balbuciente, y pasados unos minutos con parrafadas interminables en las que determinabas que aquello era lo que es, uno de los regímenes más represivos sobre la faz de la tierra. Me fui sin conocer un solo cubano que no hiciera lo mismo. Tenebroso rito que, tal y como he comprobado en otros viajes, permanece desgraciadamente intacto.
Fueron unos días agridulces. Por un lado, resultaba aterrador ver la pobreza en la que vivía aquella gente, con niños desnutridos cuyas tripitas dibujaban estampas similares a las de esos muchachos africanos de Biafra que nos conmovieron durante décadas. A todo eso se sumaba la total y absoluta ausencia de libertad de una ciudadanía que ya entonces odiaba al malnacido de Fidel Castro y a su hermano, el igualmente corrupto y narcotraficante Raúl. Por otro, la angustia que pasabas certificando que no podías hacer nada por aquella gente se atenuaba disfrutando de la belleza natural de una Isla paradisiaca medioambientalmente hablando.
Eran tiempos en los que la izquierda española se negaba a llamar “dictadura” a un régimen que mata físicamente y de hambre a la población desde 1959. Concretamente, desde esa Nochevieja en la que depusieron a un Fulgencio Batista que, con ser malo, que lo era y en cantidades industriales, se antoja un pigmeo en perfidia al lado de los Castro y de ese matoncillo tontorrón de tres al cuarto que es un Miguel Díaz-Canel al que le deseo un tan justo como certero magnicidio. La palabra “tirano” sí la empleaban para calificar, con justicia por cierto, a un Pinochet que por aquel entonces llevaba ya casi una década fuera del poder. Aquella euforia dialéctica se apagaba ipso facto cuando se invitaba a los progres a pronunciarse en los mismos términos sobre el hijo de perra de Daniel Ortega o sobre el multimillonario Hugo Chávez. Debe ser que hay satrapías buenas, las de izquierdas, y malas, las de derechas. Y uno que pensaba que todas eran infinitamente perversas…
La enésima sublevación de la población cubana contra la dictadura ha vuelto a traer a colación la eterna batalla dialéctica entre la izquierda socialcomunista y la derecha liberal española. Produce tanto asco como repugnancia moral contemplar a Pedro Sánchez negarse a tildar de “dictadura” a la dictadura cubana, observar a la vicepresidenta Ribera escurrir el bulto con un mensaje que provoca vergüenza ajena, “no hay que caer en mensajes un tanto complicados”, y no digamos ya certificar la catadura de la nueva ministra portavoz, Isabel Rodríguez, que ha evitado mojarse aduciendo que no quiere “comprometer al Gobierno”. La fórmula acordada se estudiará más pronto que tarde en las facultades de Politología e Historia como ejemplo de conductas nauseabundas: “Cuba es una no democracia”.
Lo de los podemitas llamó mínimamente la atención porque era lo esperado. Esta gentuza disfruta con cada porrazo que se lleva un disidente, con cada tortura y con cada encarcelamiento. La ministra Irene, Irena o Ireno Montero culpó de la paupérrima situación de nuestros hermanos cubanos al embargo estadounidense, olvidando que las dos grandes superpotencias no sólo no han sancionado jamás a la tiranía sino que más bien la han nutrido de pasta desde hace seis décadas. Pasta que sistemáticamente acababa en cuentas de los testaferros de los Castro en los más variopintos paraísos fiscales.
Pablo Casado ha estado estos días cumbre pasándose el consenso y esa realpolitik que todo lo contamina por el arco del triunfo. “Señor Sánchez, repita conmigo, Cuba es una dictadura”, ha reiterado hasta la saciedad sin conseguir que el supuesto demócrata que habita La Moncloa diga esta boca es mía. E igualmente soberbio ha sido el comportamiento de la hispanocubana Rocío Monasterio, que sabe de qué estamos hablando: parte de su familia tuvo que huir al exilio para no acabar fusilada, aun a sabiendas de que perderían todo su patrimonio, y la otra malvive en la Isla desde que se inició esta maldición hace seis décadas.
A los cínicos, a los sinvergüenzas y a los colaboracionistas hay que recordarles que las protestas de estos días se han saldado con cientos de detenidos, un sinfín de desaparecidos y torturados y miles de apaleados. Cifras que engordarán el número de presos políticos, que hasta que se inició la rebelión por la libertad y la prosperidad ascendía a 72. Setenta y dos reclusos de conciencia que en su mayor parte fueron encerrados por «desacato”, la figura jurídica del Código Penal castrista que a modo de cajón de sastre sirve para quitar de la circulación a la disidencia. Muchos de ellos acaban en 100 y Aldabó, la mayor penitenciaría de todo el Caribe, un auténtico infierno en el que los reclusos tienen prohibido leer, ver la televisión y escuchar la radio y donde las celdas son de tres por dos metros y ocupadas por hasta cuatro personas. Las conoce bien el popular Carromero, que acabó en una de ellas como chivo expiatorio del asesinato de Oswaldo Payá, crimen que el Gobierno cubano vistió de “accidente de tráfico”.
A esta basura negacionista hay que refrescarle la memoria día tras día. La dictadura cubana ha fusilado o asesinado extrajudicialmente, que al fin y al cabo viene a ser lo mismo porque allí no hay Estado de Derecho que valga y los magistrados son vulgares títeres, a decenas de miles de personas. Si bien es cierto que organizaciones de derechos humanos como Amnistía Internacional o Human Rights Watch hablan de 3.000 fusilados en 61 años y 1.000 muertes sin sentencia, no lo es menos que la cifra real debe ser entre cinco y 10 veces mayor. Entre otras razones, porque apenas hay registros de los primeros años de terror. A Ernesto Che Guevara, mano derecha de Fidel Castro, se le podrá negar su bondad pero no su sinceridad a la hora de verbalizar su catadura criminal: “Sí, hemos fusilado, fusilamos y seguiremos fusilando mientras sea necesario. Nuestra lucha es una lucha a muerte”.
Capítulo aparte merecen las decenas de campos de concentración existentes a lo largo y ancho de la isla, instalaciones a las que ese Fidel Castro al que Satanás tenga en su gloria bautizó como “campos correccionales”. Se estima que decenas de miles de personas pasaron por estos centros de reeducación de los cuales salías sonado y en los huesos. Eso en el mejor de los casos porque muchos de ellos no vivieron para contarlo. Especialmente salvaje fue la persecución a los homosexuales, a los que se recluía en los correccionales para que se “curasen [sic]” de lo que el castrismo catalogaba y cataloga como “enfermedad”. Especialmente diabólicos eran los carteles que presidían la entrada de estas instalaciones: “El trabajo os hará hombres”. Un lema cuasiplagiado del que figuraba a la entrada de Mauthausen: “El trabajo os hará libres”.
La concepción que tenía el progresista Fidel Castro de la homosexualidad se resume en una de sus asquerosas parrafadas: “Nunca hemos creído que un homosexual pueda personificar las condiciones y requisitos de conducta que nos permitan considerarlo un verdadero revolucionario. Una desviación de esa naturaleza choca con el concepto que tenemos de lo que debe ser un militante comunista”. Su cuate Ernesto Che Guevara no le andaba a la zaga en homofobia. “Son gente enferma”, vomitaba el rosarino, “la antítesis del hombre nuevo que está produciendo la Revolución”.
El apartheid empezó a desmoronarse cual castillo de naipes a caballo de los 80 y los 90 cuando las democracias occidentales antepusieron la libertad e igualdad de los sudafricanos a los réditos comerciales que generaban los tratos con un país rico hasta decir basta en materias primas. Las sanciones y los vetos internacionales a un régimen amoral permitieron el fin del supremacismo blanco y la victoria en las urnas en 1994 de un Nelson Mandela que había pasado 18 años encerrado en una diminuta isla situada a tiro de piedra de Ciudad del Cabo, Robben Island.
O imitamos la praxis que implementamos con Sudáfrica hace 30 años o hay dictadura en Cuba para rato. Como no se solventará el terrible drama de los 11 millones de cubanos es con imbéciles a la par que miserables declaraciones. La quintaesencia de esa maldad la protagonizó Nadia Calviño cuando se le invitó a llamar “dictadura” a la dictadura: “Etiquetar no es productivo”. Como si los derechos humanos fueran una cuestión de costes, excels o ebitdas. Una boutade que no es ni más ni menos que un insulto a las víctimas de la represión y a sus familiares. Jamás pensé que la inteligente vicepresidenta primera se ciscara en la memoria de los miles de fusilados, torturados y encarcelados, ni en el pesar de los dos millones de cubanos que tuvieron que exiliarse para salvar el pellejo y vivir en libertad. Querida Nadia, repite conmigo: “Cuba es una dictadura”.
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