Opinión

Sánchez llora en Davos porque las redes sociales no le quieren

¡Pedro Sánchez ha vuelto a Davos, ese santuario de la palabrería globalista, para llenar con su retórica hueca esos silencios incómodos que solo él interpreta como ovaciones contenidas. Y, como no podía ser de otra manera, ha encontrado el tema perfecto para su lucimiento: las redes sociales. Justo cuando el mundo lidia con guerras, crisis energéticas y la amenaza creciente de China, Sánchez ha decidido erigirse en el gran inquisidor de los algoritmos.

El auditorio, con más butacas vacías que entusiasmo, apenas disimulaba el sopor. No es para menos: cuando uno se lleva a medio gobierno para hacer bulto –ministros, asesores, algún que otro amigo y, probablemente, más de un community manager– corre el riesgo de que los aplausos suenen más coordinados que sinceros. Pero ahí estaba él, convencido de su papel estelar en la lucha contra el caos digital, con su discurso preparado para salvarnos de los pérfidos tecno-millonarios y sus maquiavélicos algoritmos. Todo un héroe posmoderno, el Cid Clickeador del siglo XXI, con su infalible receta: más control, menos anonimato y, por supuesto, más poder para él.

Con su tono mesiánico y su repertorio de clichés de saldo, Sánchez proclamó, en su enésimo sermón, que las redes sociales han traído “división, mentiras y una agenda reaccionaria”. Lo dice el mismo hombre que ha convertido Twitter en su púlpito personal, donde cada medida gubernamental es vendida como la octava maravilla del mundo entre selfies y titulares prefabricados. Curioso que quien gobierna a golpe de tuit y eslogan ahora clame por el rigor y la reflexión pausada.

Nos quiere convencer de que la democracia está en peligro por culpa de las redes sociales y sus “oscuros” dueños. Paradójico, porque la democracia no parece preocuparle demasiado cuando se trata de pactar con separatistas, indultar a golpistas o utilizar el BOE como su blog personal. Y, por supuesto, su receta para salvarnos es la de siempre: más control estatal, más regulación y, cómo no, acabar con el anonimato en Internet. Básicamente, convertir la red en una sucursal del Ministerio de la Verdad, donde cada tuit esté supervisado por algún funcionario amiguete con vocación de censor.

En paralelo, en Estados Unidos la historia real sigue su curso. Trump ha vuelto a la Casa Blanca y con él, el sentido común. No hace falta ser un lince para notar la diferencia: mientras en Davos se pontifica sobre sentimientos heridos en redes sociales, en Washington se discute sobre aranceles, defensa y cómo mantener a China a raya. Pero claro, Sánchez prefiere hablar de trolls de Internet antes que enfrentarse a la realidad de una Europa cada vez más irrelevante.

Trump, fiel a su estilo, no ha perdido el tiempo. Ha recuperado el control de la frontera con México, ha despedido a media administración Biden en tres días y ha dejado claro que Estados Unidos vuelve a ser el líder del mundo libre. Y lo mejor de todo es que no necesita rodearse de pelotas que le aplaudan. Por su parte, Sánchez sigue convencido de que alguien en Davos le escucha, aunque en la sala solo faltaban las bolas de heno rodando.

El problema de Sánchez no es que no entienda el mundo digital; es que no entiende el mundo, a secas. Mientras la deuda se dispara, la inflación asfixia y los jóvenes españoles hacen la maleta, él sigue obsesionado con los bulos en TikTok. Para su gobierno, la realidad importa menos que la percepción. Y para eso, nada mejor que regular las redes a su medida.

El presidente español nos ha regalado en Davos otra de sus grandes ocurrencias: que cada usuario de redes sociales tenga que identificarse con un documento oficial. En otras palabras, que la próxima vez que quieras publicar un meme de Sánchez tendrás que enviar tu DNI a Bruselas con el objetivo de transformar Internet en una gigantesca oficina de control social al servicio de la Moncloa.

Mientras los asistentes a Davos miraban el reloj esperando el café y los cruasanes, Sánchez seguía desplegando su plan maestro contra la desinformación. Según él, las redes han dado demasiado poder a unos pocos. ¿Se refería a Elon Musk o a su propio ejército de propagandistas? Porque, si alguien ha moldeado la realidad a golpe de tuit, ha sido él.

Lo cierto es que a nadie en Davos le interesa ya lo que Sánchez pueda decir. España, bajo su mando, ha pasado de ser un país clave en la UE a un mero figurante, y no por culpa de los algoritmos, sino de un gobierno que prefiere el marketing a la gestión. Las decisiones importantes se toman en Washington, Berlín y Pekín, no en los platós de Moncloa donde Sánchez sigue convencido de que alguien le escucha.

Al final, el discurso de Sánchez en Davos fue exactamente lo que se esperaba: un intento desesperado de vender humo en un foro donde ya no compra nadie. Es lo que tiene llevarse a medio gobierno de gira; los aplausos sonaban más ensayados que los vítores en un mitin con bocadillo gratis. Porque si algo quedó claro, es que mientras unos lideran el mundo, otros siguen buscando dónde enchufar el cargador del móvil.