Opinión

El salario mínimo, genuina estafa social

Aunque soy periodista de vocación y de profesión, a veces en la vida es mejor no preguntar. ¿Para qué? Muchas veces las respuestas son primarias, desesperantes. Y en algunas ocasiones las preguntas son sobre asuntos aparentemente banales, aunque en el fondo complejos. Si le preguntan a cualquiera por los impuestos, por poner un caso paradigmático, responderá que le parece estupendo que se los suban a todos -persuadido como está de que la agresión a cargo del Estado le ayudará a mantener una vida confortable y regalada según el canon socialista-. Pero responderá que se los suban a todos menos a él, claro está. Esta es la razón clave por la que la política fiscal jamás se someterá al escrutinio público que supone un referéndum: porque los resultados serían catastróficos para la Hacienda del Estado.

Pero una vez descartadas las consultas legales vinculantes se abre un universo inmenso para las encuestas, en las que se puede preguntar sobre cualquier cosa a sabiendas de que los resultados serán en cuestiones determinantes diabólicos.

Por ejemplo, si se preguntara a la gente por su opinión sobre la subida irresponsable de un 8% del salario mínimo decidida este martes por el presidente Sánchez, la mayoría responderá sin dudarlo que le parece muy bien. Y si lo hubieran subido un 10% aún diría que mejor. Por eso esta es una cuestión demasiado compleja como para dejarla en manos poco sutiles. La gente ignora que cuanto más suba el salario mínimo menos empleo habrá, sobre todo entre la gente que tiene una formación precaria, escasa cualificación o que, por desgracia, al menos temporalmente, no es capaz de aportar suficiente valor añadido a la compañía. Todo lo relacionado con el salario es una cuestión abstrusa. Se piensa a la ligera que se fija arbitrariamente, en función de con qué pie se haya levantado aquel día el empresario. Pero nada más lejos de la realidad.

El salario está, o debe estar, íntimamente ligado a la productividad, y este es un indicador que relaciona los bienes y servicios que se producen por cada uno de los factores utilizados en su elaboración, siendo uno de los más importantes -además del capital- la mano de obra. De manera que si el salario aumenta de manera desproporcionada, mediante la intervención extemporánea del Gobierno, el empresario no podrá sostener la plantilla en su dimensión anterior. Tendrá que prescindir de aquellos trabajadores que no den la talla -hablando groseramente- o que aporten un valor inferior al precio tasado por el poder político de turno. Peor todavía lo pasarán peor los que aún no han ingresado en el mercado laboral, a los que un salario mínimo de 1.080 euros como el que decidió el pasado martes el Gobierno convierte en carne de cañón, condenados al desempleo inevitable y cierto.

El corolario es bastante evidente: las clases más desfavorecidas, las menos educadas o las menos facultadas que podrían, sin embargo, seguir prestando o prestar un gran servicio a la sociedad se verán privadas de su empleabilidad por una decisión inicua del Gobierno aprobada vilmente con el falso pretexto de ayudarlas. ¿Ayudarlas a qué? Yo creo que a ingresar en el paro, o en la economía sumergida o en ese inframundo en el que tan bien se desenvuelve el socialismo, que consiste primero en castrar a los aptos, luego en agasajarlos con subvenciones hasta el extremo y finalmente en fidelizarlos como votantes perpetuos, una vez destruido todo su potencial de generación de riqueza.

La ministra de Trabajo, Yolanda Díaz, dijo el martes que el aumento del salario mínimo cambiará la vida de la gente a mejor, que así tendrá menos preocupaciones y mayor tranquilidad. No tengo duda de que será así en el caso de los atrapados por las fauces del Estado para siempre. ¿Pero qué será de las empleadas de hogar despedidas, de los jóvenes que no podrán ocuparse en adelante y de las mujeres que trabajan a tiempo parcial y que pueden entrar en dificultades crecientes por obra y gracia del socialismo delicuescente del señor Sánchez? ¿O qué será de las empresas que operan en sectores de baja productividad o que desarrollan su labor en regiones con una renta per cápita muy por debajo de la de Madrid, por ejemplo? Pues que este Gobierno confesamente solidario, pero mendaz les va a proporcionar una existencia más peliaguda y difícil.

Mi opinión es que el salario mínimo legal es una anomalía desde el momento en que fue concebido. En el fondo, rezuma el asqueroso aroma marxista de que el empresario es un explotador al que hay que poner freno. Pero la prueba de que esto jamás ha sido así es que hay todavía algunos países desarrollados que no lo contemplan en su legislación. Por ejemplo, países tan importantes y algunos tan admirados por la izquierda como Suecia, Finlandia, Dinamarca o Austria. Tampoco Italia lo tiene. Quizá allí han entendido mejor que la empresa es una tarea cooperativa, y no el escenario de combate entre clases, los trabajadores y los patronos.

La decisión de subir el SMI un 8% de un plumazo, que supone más de un 50% desde que gobierna el inefable Sánchez, condenará a la ruina a muchas empresas agrícolas o del sector de la hostelería e incidirá gravemente en el conjunto de las pequeñas compañías. Es una iniciativa al margen de cualquier consideración económica: el aumento ya dicho de la productividad -que lleva tiempo retrocediendo en España-, el crecimiento magro de la actividad económica, la renta per cápita nacional -muy lejos de la media europea-, cualquier índice de comparación con el mundo desarrollado -donde no acostumbran a dirigir los países los osados sin principios ni conocimientos- y finalmente la incertidumbre estratégica global. La única razón que se me ocurre para tratar de entender una medida tan sólidamente perjudicial es la que dijo la señora Yolanda Díaz el pasado martes durante el Consejo de Ministros: «Va a mejorar la salud mental de los jóvenes». En efecto, los va a demediar hasta extremos inauditos hasta hacerlos inservibles, aunque, eso sí, súbditos, acólitos, y escasamente contestatarios.