Independentismo catalán: la desvergüenza y sus límites
No hace mucho trajimos a estas mismas páginas un artículo publicado en prensa por la exconsejera Clara Ponsatí. En él, la hoy prófuga de la justicia española aventuraba, basándose en la teoría de juegos, que la más que futurible independencia: 1) No tendría por qué suponer la salida automática de Cataluña de la UE —la autora llegaba a calificar las amenazas de veto de España de “poco creíbles”—,2) Propiciaría una mayor eficiencia en la distribución territorial de la riqueza; y 3) De resultas de 2), traería consigo la desaparición del déficit fiscal catalán. Según el dogma de fe de Ponsatí, Cataluña no sólo saldría adelante, sino que, atendiendo al incremento de la renta per cápita, pasaría a engrosar poco menos que el G-8.
Como es sabido, la purga por la que Puigdemont fió el éxito del 1-O a su guardia pretoriana tuvo entre sus efectos el nombramiento de Ponsatí como consejera de Educación. Al frente de dicho departamento, y en los prolegómenos de la pseudoconsulta, manifestó: “Podemos garantizar que habrá colegios abiertos por todo el territorio”. El tipo de bravata que, después de todo, se esperaba del personaje. Tras reclamarla el Supremo por malversación y rebelión, y su posterior huida a Bélgica, primero, y Escocia después, aún dejaría alguna que otra perla para la wikiquote. Así, y en respuesta a la propuesta de Junqueras de una presidencia simbólica, proclamó que prefería unas nuevas elecciones “a pedir perdón”. Ahí se le agotó la épica.
No en vano, lo último que hemos sabido de ella, a raíz de una entrevista divulgada estos días, es que está encolerizada con algunos de sus antiguos compañeros de filas, a quienes ha acusado de “estar muy ocupados en mantener sus posiciones y en dar una batalla por sus espacios, sus fronteras y sus nóminas». Sus nóminas, sí, han leído bien, en eso han quedado los clarines de la nueva república. En su arrebato, más hijo de la vendetta que de la sinceridad, también caben reproches para el modo en que el soberanismo actuó tras el 1-O. “No jugamos bien las cartas”, admite, reafirmando su consideración, tan acientífica en el fondo, de que el procés era un juego. Con todo, lo verdaderamente abracadabrante, la guinda del pastel, es su rapto postrero de dignidad. Textualmente: “Toda la historia de la restitución de los consellers ha tenido momentos cercanos a la caricatura, con deseos personales e intereses partidistas en los que no he querido participar porque por Cataluña hay un límite de ridículo”.
Lo que al parecer está desprovisto de todo límite es la desvergüenza. Tras seis años instigando a los catalanes a secundar un golpe de Estado, con el descrédito institucional que ello ha traído consigo; tras seis años inoculando a la población el virus del odio, al punto de provocar una fractura social sin precedentes en la historia reciente de nuestra comunidad, lo que ha incluido brotes de violencia callejera, señalamientos del adversario y ataques a sedes de partidos políticos en la mejor tradición fascista; tras seis años de desplome económico, con cancelación de inversiones, fuga de empresas, caída del turismo, etc.; después, en fin, de toda esa siembra de discordia y calamidades, lo único que le preocupa a Ponsatí es el ridículo que uno puede llegar a hacer por Cataluña y si, a diferencia de ella, sus otrora camaradas conservan sus nóminas y su posición social. Para sus conciudadanos y la suerte que han —hemos— corrido, ni una maldita palabra. Ése es el lugar que ocupa el ‘pueblo’ entre quienes, hace apenas un lapso, decían hablar en su nombre.
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