Frustrados, acríticos y sin valores
La realidad sólida del mundo, y no el estado gaseoso en el que muchas mentes viven a perpetuidad, nos habla de un tipo de sociedad acostumbrada a no saber gestionar lo que quiere ser. El victimismo que lo woke ha creado, con la izquierda política mundial recogiendo las nueces sembradas, diseña jóvenes cada vez más frustrados por cuestiones nimias que en otro tiempo hubiera merecido la chanza pública, el escarnio popular y alguna que otra colleja paterna. Ahora, la educación construye ciudadanos acríticos dispuestos a rendir su libertad a costa de una ilusoria seguridad personal y unos parabienes consumistas que en modo alguno les reportarán felicidad futura, si es que sabemos qué significa eso.
Valores otrora inmutables, intrínsecos en el corazón de toda nación libre como el respeto, la tolerancia, la familia o la defensa de la vida y la libertad se trastocan a menudo para sustituirse por traumas de parvulario con los que segmentar una sociedad ya de por sí dividida. El bucle educativo que prioriza competencias por encima de conocimientos y otorga más valor a cómo se percibe el alumno en detrimento a cómo debe comunicar lo que ha aprendido, nos lleva a un estado de pesimismo comprensible aunque inmutable. ¿Quien va a atacar de raíz el problema que nos lleva a un abismo generacional de frustrados y fracasados, de ovejas obedientes y no leones rebeldes? ¿Por qué debemos tolerar nueva leyes educativas –la mayoría del PSOE–, cada una peor que la anterior, con la que adocenan mentes encadenadas a un voto perpetuo, sin más salida a sus vidas que el aplauso, la sigla y la subvención?
La intolerancia al fracaso no es más que un reflejo de la decadencia de principios morales con los que se consagraron las sociedades libres. Y en dicho estado se dirimen las grandes batallas morales de nuestro tiempo: el globalismo paternalista como elemento conductor de la vida de la persona, o el individuo como dueño de su destino, quien, en la legítima búsqueda del interés personal, buscará la cooperación del prójimo para un mayor beneficio de la comunidad en la que ambos viven y prosperan. Pero sin más entes saqueadores ni recaudadores que se extralimiten en funciones ya de por sí tendentes a coartar las libertades individuales.
Todo está, sin embargo, vigilado por la perversidad de quienes dicen que quieren cambiar el mundo sin pedirle permiso a sus propietarios, aquellos que diseñan los más perversos procesos de ingeniería social con los que controlar a los ciudadanos, sometiéndolos a controles restrictivos de su libertad, para comprobar dónde se sitúa el umbral de tolerancia. Aún sufrimos las consecuencias del último experimento burócrata. Y ante esto, políticos sin talento, ni valores, ni educación, asaltando las instituciones de indignidad e inmundicia retórica cada día. Trapecistas del discurso que reescriben la historia, traicionan la confianza y someten la verdad. España y el mundo se han llenado, sin solución, de puentes que no conectan.
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