Espejito, espejito…
Esta maravillosa frase –Espejito, espejito…–, proveniente del cuento de Blancanieves, escrito por los hermanos Grimm en el siglo XVIII, nos habla de una mujer que sufre por su belleza y que es capaz de mandar asesinar a su hijastra para ser la más bella. Aunque la moraleja es clara, creo que el mensaje más importante es que el espejo siempre decía la verdad.
Si hay algo que nos muestra sin ninguna piedad el paso de los años, es nuestro espejo. Ese sincero objeto es el primero que nos anuncia el camino a la vejez. Y este sentimiento es diametralmente opuesto a aquello que vivimos en la juventud, cuando nuestra frescura nos invita a un narcisismo sin límites.
Sin embargo, en épocas digitales y transhumanistas, parece que verdades universales inalterables, como las del paso del tiempo, son susceptibles de ser rebatidas gracias a que hemos convertido el teléfono móvil en el nuevo espejo, y a los filtros en los correctores de belleza. Pero no contentos con ello, descubrimos que si estiramos el brazo podemos inmortalizar (digitalmente) esa visión, haciéndonos un selfi.
Los selfis son ese nuevo sentido de estar en el mundo, el cual se utilizan siempre las mismas poses: de perfil, buscando el mejor ángulo de la cara; inclinando la cabeza, entrecerrado los ojos, enviando besos, haciendo muecas y, en otros casos, además de todo lo anterior, tratando de retratar al mismo tiempo el lugar donde se está.
Ya me imagino que algunos de vosotros os preguntaréis ¿y esto es malo? No lo sería si esta nueva cultura no estuviera promoviendo un concepto de belleza –y de estar en el mundo– unificado, estereotipado y completamente sesgado, promovido no por un acervo cultural histórico, sino por redes sociales como Instagram y Tik Tok, y sus interminables filtros.
Hablar de belleza es como hablar del amor. Son conceptos tan grandes, personales y abstractos que, por ello, los artistas nunca terminarán de expresar su significado. No obstante, las redes sociales han logrado el sueño de cualquier dictador, uniformizar el pensamiento, al apropiarse de un concepto tan importante como el de la belleza y su representación.
Sólo basta ver a una persona de cualquier edad hacerse un selfi y detallar los gestos que hace: siempre son los mismos. Da igual que esté en Cape Town, Machu Pichu o Toledo, siempre –cual liturgia– harán inconscientemente la misma gesticulación que les permita imitar las fotos que ha visto en redes sociales. Y, teniendo en cuenta que según el periódico Le Figaro se toman más de mil selfis cada segundo en el mundo, tienen de dónde escoger. Lo raro es que siempre escogen las mismas.
Hoy, reconocidos legalmente, el mundo tiene 184 países, cada uno con una religión, raza, cultura, idioma, paisaje y formas de entender el mundo diferentes. Esa maravillosa diversidad es el patrimonio cultural más importante que los humanos hayamos podido construir, y también es la razón que nos empuja a muchos a meternos largas horas de avión tan sólo para descubrir esa grandiosa sensación de sentirse completamente ajenos.
Pero ¿qué pasaría si un día desaparece toda esta cultura ganada a lo largo de los siglos? Puede que suene extremista, pero si estamos uniformando ideas con un criterio tan grande como lo es la belleza en menos de 14 años (Instagram nace en 2010 y Tik Tok en 2016), sin que ni siquiera hayamos sido conscientes de ello, ¿por qué no hacerlo con otros conceptos? Si es que ya no lo están haciendo…
No podemos ir en contra de la tecnología, porque es absurdo, pero sí podemos comenzar a defender nuestro legado cultural, y esto pasa por no aceptar únicamente los estándares que imponen las redes sociales; en otras palabras, nuestro futuro cultural depende en gran medida del pensamiento crítico que fomentemos en nosotros y en nuestros hijos. El pensamiento crítico será el nuevo espejo de la humanidad.
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