Mi defensa de Plácido
Nunca he conocido a Plácido Domingo, lo aclaro porque siendo heterosexual, sin abuelos castristas que me otorguen un tono caribeño, de derechas, de clase media, y un pelín insolente con las neofeministas, ya he escuchado y leído varias veces que nuestras hermanas iluminadas creen que soy un poco “puta”.
No le conozco, aunque confieso que me encantaría porque admiro su talento que hace que medio mundo se enorgullezca de España mientras se avergüenza de ella medio arco parlamentario de alfeñiquismo bolivariano, el plantel cultureta y fondón ‘almodovariano’ de crucero en el barco de negrero de George Soros por el Mediterráneo, y las ‘feministas-tamagotchis’ del tertulianismo amañado accionadas con un botón para decir “facha”, “machista”, “heteropatriarcado”. He conocido ya a varios actores, directores y artistas que, aunque patriotas, me han contado a escondidas que ellos “hay cosas de las que ya no pueden hablar para seguir trabajando”. La última vez, hace un par de semanas, cuando uno de ellos me dijo que no podía decir la palabra “España” porque estrenaba en dos días.
Francisco, un monstruo de la voz, no puede cantar en la Comunidad Valenciana por atreverse a recomendar a Mónica Oltra “pollardón y pichicilina si hay un valiente que tenga estómago”. A mí me parece muy generoso, hasta un favor, recomendar un empotrador biendotado a una femi-marxista, asociada con EH Bildu en numerosas ocasiones, que exige “la reforma del código penal para tipificar como delito el negacionismo del terrorismo machista”, pero bueno, voy a centrarme, que me disperso.
No he conocido a Plácido, pero sí a muchísimas Wulf que han encontrado en las franquicias ‘Me Too’, un refugio misándrico, inquisidor y victimizante que permite a una mujer lograr cosas inimaginables que jamás habrían conseguido por sus propios medios. No por ser mujer, claro está, sino porque la imbecilidad no distingue de sexos, y a veces es implacable aunque le presentes el carnet de feminista. Asociarse al movimiento es cómodo, pues les evita tener que someterse a la crudísima e insoslayable verdad de que la vida nos exige talento, y que en la ausencia de él, hay que compensarlo con mucha preparación y una generosa dosis de creatividad para ser mejor que el resto. Y eso a veces es un peso jodido de mantener.
He conocido a varias mujeres que en el pasado reciente, antes de tomar los hábitos del puritanismo feminista, recordaba como mucho mejor persona. Ahora, han sucumbido a esta mierda y, además, han renunciado al músculo intelectual y a su propia personalidad en un alarde lastimero de infravaloración personal que sale desde lo más profundo de ellas cuando te dicen en la mesa de un plató «la cosificación de un hombre y una mujer no tiene nada que ver, porque la mujer lo hace obligada como subalterna del hombre» o «su carrera, la de ellos, no peligra con el paso del tiempo. Espera a ver si sigues trabajando después de los 46». Mujeres «empoderadas» que piden a gritos ser salvadas.
“No es no”, pero ahora, hay que entender que el «sí» es relativo en función de que, la actriz secundaria devenida en la odiadora de hombres de turno, no cambie de idea sobre el escarceo después de seis lustros, los cuales no parecen el tiempo suficiente como para pasar la fase de duelo lacrimógeno que los psiquiatras establecen, de media, en dos o tres meses cuando te deja alguien.
Tumbar a Wulf sin el más mínimo miramiento, sea mujer, hombre, o hermafrodita, es importante, pues muestra el camino a otras oportunistas del negocio clitoriano para prosperar y lo que es peor, para establecer que toda relación sexual entre hombre y mujer sea delito. Como en los platós, donde algunas de las feministas, que por sistema se refieren a los compañeros de mesa como “hey , tío bueno” los días en los que no traen al marido como sujeta bolsos, o que pierden el culo por el político de turno, han juzgado al tenor y le han declarado culpable “porque cuando una mujer denuncia, lo importante es el relato, y no las pruebas”.
La Ópera de San Francisco y la Orquesta de Filadelfia han cancelado sendos conciertos del tenor en apoyo a la lacrimógena Wulf, a ocho cantantes anónimas y a 30 gamusinos que el pensamiento mágico feminista ha presentado en los platós durante estos días como “los testigos”, pero ni la solidaridad de los empresarios de San Francisco y de Filadelfia son tan incondicionales como para contratar a las mezzosoprano porque todo su talento ha bajado de la garganta al chantaje clitoriano, ni las presentadoras de televisión han encontrado a uno solo de sus “testigos” para entrevistarle en directo y consumar su linchamiento. Como mujer, sólo me queda declarar mi angustia física por la vergüenza ajena y una necesidad urgente de renuncia a este bochorno. Plácido, yo sí te creo, hermano.
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