«Plata para los amigos, palo para los indiferentes y plomo para los enemigos»
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En Nicaragua no vuela una hoja sin el previo escrutinio del tirano. Su rostro es omnipresente, como un Gran Hermano que todo lo ve y controla. Nada se hace sin el conocimiento previo de Daniel Ortega Saavedra y la vengativa y fanática primera dama, Rosario Murillo. Su matrimonio, que tiene que ver más con el poder que con el amor, asfixia a los ‘nicas’ a diario con propaganda, miseria y opresión. Comunismo en vena.
“Todos los días oímos de él. Todos los días lo nombramos por alguna u otra razón. Determina en gran medida nuestras vidas. Su nombre y su rostro están en vallas de calles y carreteras de Nicaragua, en los noticiarios y los periódicos”, escribe Fabián Medina en su libro El Preso 198: Un perfil de Daniel Ortega.
Daniel Ortega tiene más vidas que un gato. Sobrevivió a la derrota electoral que le propinó Violeta Chamorro en 1990, al infarto que casi se lo lleva al otro lado en 1994, a la escalofriantes denuncia de violación de su hijastra Zoilamérica con tan solo 11 años en 1998 y a las masivas protestas callejeras de abril de 2018 que aplacó a tiros asesinando a más de 400 personas.
Ya pocos recuerdan su pasado de pistolero en el Frente Sandinista. El 23 de octubre de 1967 formó parte de un comando que acribilló a tiros al sargento Gonzalo Lacayo, uno de los tipos más duros y crueles de la dictadura de Anastasio Somoza Debayle. Dieciocho balazos en el cuerpo. El último de ellos en la frente al grito de “¡Viva el Frente Sandinista!”. Daniel Ortega Saavedra tenía entonces 22 años, era extremadamente delgado, portaba un tupido bigote y llevaba gafas con culo de botella para su miopía.
Ortega nunca se arrepintió de la ejecución del sargento de la Guardia Nacional somocista. «Lo vi como algo natural, algo que tenía que suceder. Es cierto que le estábamos quitando la vida a una persona, pero esa era una persona que le estaba robando la vida al pueblo». Ortega pasaría siete años en las mazmorras somocistas pero no por matar al sargento Lacayo sino por el asalto contra la sucursal Kennedy del Banco de Londres el 21 de julio de 1967.
Sus años en la cárcel le dejarán como secuela ‘el síndrome del prisionero’. «Siempre está aislado, come de pie y en sus oficinas siempre construye una especie de celda, un cuarto muy pequeño con una cama y unos libros donde se refugia cuando está atribulado”, confiesa al periodista Fabián Medina alguien de su entorno más cercano.
Otro compañero suyo lo confirma: «En un viaje a Caracas, Daniel se quedó los cuatro o cinco días encerrado en el hotel. Ahí le llevaban las comidas. Ocupábamos la misma habitación. Yo me iba a hacer las vueltas y él quedaba encerrado. Ahí entendí que a Daniel no le costaba quedarse encerrado. Lo que yo veía ahí era un preso, un hombre que tenía la cultura del preso”.
Al historial criminal de Ortega hay que sumarle la muerte de tres militares (dos de ellos, hermanos) de la Guardia Somocista en el asalto al cuartel de Ocotal el 12 de octubre de 1977 a manos de una columna del Frente Sandinista. La fecha es mítica en el calendario sandinista y se celebra como la “gesta de San Fabián”.
Al salir de la cárcel, Ortega se marchó a Cuba donde recibió entrenamiento militar durante un año y medio. Quedó en libertad gracias a un canje de presos sandinistas a cambio de miembros de las élite somocista secuestrados por la banda terrorista.
“Cuando regresé a Nicaragua secretamente, en 1976, todos los mecanismos de defensa que yo había desarrollado en la vida clandestina comenzaron a activarse de nuevo”, afirmó Ortega a Playboy. “Y fue entonces cuando me sentí bien. ¡Me sentí formidable! Me sentía muchísimo mejor que cuando había estado en completa libertad”.
Quienes le conocen le describen como retraído, sin el más mínimo sentido del humor ni carisma para hablar, para encantar a la gente.
—¡Reí hombre, jodido, tenés una cara de palo! A la gente le gusta que le rían— pedían los suyos a Daniel Ortega una vez investido presidente de la Junta de Gobierno de Reconstrucción Nacional que gobernó Nicaragua desde 1979 hasta 1984 tras la caída de Somoza el 17 de julio de 1979.
«No atisbaron que en ese momento se sembraba la semilla del dictador que sería después, igual o peor que el que recién acababan de sacar a balazos de Nicaragua», afirma Medina. No era un líder sino más bien un tipo tosco y brusco, retraído y de pocas palabras. «Quienes le conocen a Ortega saben del terror que tiene al reclamo público. Evita exponerse a un debate. No puede controlar el sentirse humillado».
Como buen comunista, a Ortega y su mujer les gusta la buena vida, el despilfarro y el lujo. Ronald Reagan le llamaba “dictador con anteojos de diseño”, en alusión a unas gafas de tres mil dólares que compró en Manhattan, durante su visita a Nueva York. El sandinista se justificaba diciendo que temía una invasión de EEUU y necesitaba marcos de repuesto. Su mujer le compraba ropa en las tiendas más caras de Nueva York pero Ortega prefería su chaqueta verde olivo. «No es que fuese austero y tuviera una sola chaqueta, es que se compraba 40 chaquetas iguales de una sola vez».
Antes que competir con Fidel Castro o Hugo Chávez, Ortega prefirió ser su peón, recibir instrucciones y ejecutar sus órdenes como un servil lacayo. Al igual que a sus mentores comunistas, a Ortega le pierden las mujeres. Un escolta describe aquello como un «relajo increíble». «Hay una amante incluso que estaba casada, guapísima, y Daniel la iba a dejar a su casa a Belo Horizonte y el esposo salía agradecido con Daniel que se la llegaba a dejar». Para acostarse con ellas, Ortega disfrutaba de las comodidades de la misma mansión y hasta la misma cama queen en la que el dictador Somoza mantenía relaciones con su amante Dinorah Sampson.
«Es curioso, pero tres de los escoltas de Daniel fueron guardias de Somoza, carceleros con quienes hizo amistad cuando estuvo preso. Sus mejores amigos eran compañeros de prisión, y se rodeó de sus antiguos carceleros, como si el hombre no quisiera dejar la cárcel en la que estuvo», consigna Fabián Medina Sánchez.
Los viajes más frecuentes de Ortega son a Cuba, por razones de salud, y a Venezuela, por razones de política y de dinero, sobre todo cuando gobernaba Hugo Chávez Frías, quien se comportó como su mecenas y tutor. La protección de Chávez se traducía en un cheque de 500 millones de euros al año con el que Ortega engrasaba su maquinaría de poder.
Mientras hunde en la miseria, la inflación y el desempleo a su pueblo, el sátrapa se permite recorrer el mundo a 120.000 euros el trayecto dado que Ortega se hace acompañar por un séquito que incluía a esposa, ocho hijos, nietos e, inclusive, nueras y yernos.
Ortega ha concentrado en sus manos más poder del que gozó el propio régimen somocista al que derrocó. El Ejército y la Policía actúan como su propia guardia pretoriana. El Poder Judicial apenas se le resiste. El poder lo es todo en este sátrapa con mirada desconfiada. Como bien le dijo el comandante sandinista Tomás Borge: “Podemos pagar cualquier precio, lo único que no podemos es perder el poder. Digan lo que digan, hagamos lo que tengamos que hacer. El precio más elevado sería perder el poder”.
El poder ciega y destruye. El orteguismo sólo es el somocismo con otro nombre. Tres meses después de las manifestaciones de abril de 2018 había más de 400 muertos, cárceles llenas de presos políticos, miles de nicaragüenses huyendo, escondidos o migrando hacia otros países, y un Daniel Ortega en jaque, aislado internacionalmente, y sostenido por un ejército de paramilitares, una Policía que se desnaturalizó, y un Ejército que simula estar al margen de todo.
Las posibilidades de Ortega se redujeron notablemente y, a estas alturas, la sucesión dinástica parece un sueño de opio. “Estamos ante un sujeto sádico, Daniel Ortega, de pensamiento esquizoide mágico, que es capaz de torturar y de matar para seguir llevando hasta lo indecible su delirio de poder.
Daniel Ortega convirtió al poder en el propósito de su vida. Y para aquellos que osaban desafiarle, les respondía con una frase del mismo Somoza que haría suya: «Plata para los amigos, palo para los indiferentes y plomo para los enemigos».
¿Cómo se explica la supervivencia de Ortega? Para Fabián Medina Sánchez hay que buscarla en la minoría de edad de la sociedad nicaragüense que pone sus destinos en manos del “hombre fuerte”, el gamonal de hacienda, el caudillo. Esa sociedad que se cree menor de edad, dependiente, que busca el hombre fuerte que la guíe y, a su vez, ese hombre fuerte cuida que la sociedad siga en esa condición de dependencia para evitar que crezca la poca república que lo negaría como figura de poder.
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