Notas clásicas en las noches de julio y algo de danza
Estius Simfònics en el Castillo de Bellver y el Festival de Música de Deià desdoblado en varios escenarios acaparan parte de la agenda en este mes
Estius Simfònics en el Castillo de Bellver y el Festival de Música de Deià desdoblado en varios escenarios acaparan parte de la agenda en este mes de julio. En apenas tres días dos conciertos tendrán lugar en el patio de armas, uno en plan recital lírico (miércoles 13) y el otro un recital sinfónico pleno (sábado 16) bajo la batuta del húngaro Henrik Nánási, destacando la tercera (Heroica) de Beethoven. Asimismo en tres días sucesivos (14, 15 y 16 de julio) y en tres escenarios diferentes (Hotel Belmont La Residencia, Deià; Sa Bassa Rotja Cultural, Porreres, y el claustre de Sant Francesc en Sineu) el pianista manchego Eleuterio Domínguez Acebedo ofrecerá el recital bajo el título genérico Amores y desamores con obras de Ginastera, Liszt, el propio pianista y Wagner, incluyendo narraciones recitadas por el director del Festival Alfredo Oyágüez. Julio lo despedirá (viernes 29) el retorno del Ciclo de Danza en el Auditórium de Palma con la visita de Acosta Danza y su coreografía Tocororo Suite, que está despertando pasiones en Europa.
Ahora, en cambio, prefiero centrarme en el encuentro de Gilles Apap con la Camerata Deià, el 30 de junio en Son Marroig y el 1 de julio en el pequeño auditorio del Palau March en Palma. Sorprendente encuentro, sea dicho.
Acabar con una suerte de simbiosis de bluegrass y camerata, con el auxilio en los bises del lutier David Whiting armado de un banjo Beartown, es una atípica, maravillosa, irreverencia después de escuchar el sexteto de cuerdas de Dvorak y los octetos de Shostakóvich y Mendelssohnn. Dicho lo cual, solo puedo afirmar que en el Palau March vivimos una noche loca tanto por las consecuencias de un final no programado como por aquellos pecados de juventud de compositores que respondían a motivaciones diferenciadas.
En realidad, solamente dos de los tres eran adolescentes en el momento de ir a componer sus octetos, que Dvorak a los 37 años ya era un reputado autor, dándose la circunstancia que su Sexteto de cuerdas Opus 48 lo estrenaría en mayo del 1879 en Berlín, nada menos que Joseph Joachim, el mismo a quien Brahms ofreció su Concierto para violín y violoncelo, que pudimos escuchar días pasados en el Castillo de Bellver.
Podría decirse que en Palau March le correspondió ejercer el liderazgo a Gilles Appap, viejo amigo del Festival Internacional de Música de Deià. Digno discípulo de Menuhin, su autoridad quedó patente desde el principio. En realidad esta obra en manos de Joachim de inicio lo interpretó un cuarteto reforzado –el suyo- al tiempo que es contemporánea de las Danzas Eslavas de Antonin Dvorak, esas 16 piezas compuestas entre 1878 y 1886 y abiertamente nacionalistas, motivo por el cual el sexteto no dejaba de ser una exposición de ritmos y de formas melódicas inspirándose en la música folclórica checa.
Le correspondió ejercer la función de compañeros de viaje en este regreso de Appap a la Camerata Deià, grupo de cámara residente en el Festival del mismo nombre y fuertemente vinculado su nacimiento con el mismo.
Todos ellos son músicos americanos y europeos de asentada trayectoria, si exceptuamos a uno de los cellistas –el otro es cofundador- que en la actualidad cursa estudios de perfeccionamiento en Bruselas. Hay una fuerte química en el conjunto, que unido al buen entendimiento con el violinista francés diseñaron un directo por momentos de ensueño. La pieza más difícil, por supuesto el octeto de Dmitri Shostakóvich.
Aquí sí empezaban a aflorarse los pecados de juventud que en ambos casos no dejaron de ser afortunados retos. Dmitri Shostakóvich cuando escribió el Octeto para orquesta de cuerdas Opus 11, era un adolescente de 17 años que se encontraba en el Conservatorio. Tuvo la osadía de crear una música de contrastes agudos, acompañados de «un impulso rítmico fascinante», en palabras de Laurel Fay, su biógrafa autorizada y además musicóloga. No era en absoluto fácil su lectura y tampoco degustar su cadencia, tampoco convivir con algunos elementos de atonalidad, aunque sí permitía detectar su explosiva creatividad. No en vano sólo dos años después, su Primera Sinfonía causaría gran impacto y solamente era un ejercicio de graduación.
La Camerata Deià se embarcó sin dudarlo en ese torbellino sonoro y eran de manual las miradas cruzándose de unos a otros en busca de acuerdos en aras de hacer viable, y asumible, una partitura de rabiosa juventud.
Para la segunda parte, se habían reservado nada menos que el Octeto para cuerdas Opus 20, compuesto por Felix Mendelssohnn en 1825 cuando solo contaba con 16 años de edad, hoy considerada su pieza de música de cámara más perfecta. Por cierto, Johannes Brahms sentía una especial debilidad por Mendelssohnn. El octeto se inspira en unos versos del Fausto de Goethe y su scherzo ha quedado como lo más popular de esta obra. Es interesante el hecho de que Mendelssohnn recomendase a los intérpretes de este octeto la necesidad de deber tener «un concepto orquestal de la obra» y, en efecto, la Camerata se desdobló con intensidad e incendiada lucidez hasta llevarnos a la cima creativa de esta obra ya digo, ligada a un impulso adolescente, poco más. Un recorrido de un siglo entero para revivir la naturaleza de la cuerda encarnándose en cuatro violines, dos violas y dos violoncelos.
La versatilidad de los músicos sobre el escenario derivó en improvisaciones en torno al más puro bluegrass, en un ejercicio de traslación estilística para hacernos ver el recorrido de la música a través de las épocas y comprender que es un todo continuo que abre los corazones en el discurrir del tiempo.
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