Enrique Rojas: «El que no sabe lo que quiere, no puede ser feliz»
Lo más ansiado en esta vida es la felicidad, esa búsqueda permanente, y más en tiempos tan convulsos como en los que estamos ahora en los que gran parte de los individuos se encuentran perdidos, buscando el sentido de la vida o (quizá también “y”) en busca del tiempo perdido volviendo, a lo Marcel Proust, al Combray de la niñez con sus magdalenas, inocencias y naderías inolvidables que todo lo llenan.
Pregunta importante: ¿Hay un secreto prodigioso que nos lleve a ella y en ella nos quedemos? Lamento poner un acorde de realismo (habrá quien piense que negatividad. Les juro que no). No, no hay. Ni hechizos ni milagros. Pero, ¿hay una ‘brújula’ para encontrarla?, ¿tiene la felicidad un GPS que nos conduzca directos a ella? Partiendo de que no existen recetas mágicas ni una llave portentosa que abra la puerta del paraíso de la felicidad eterna, de esa suerte del imperio de la plenitud, he conversado con una de las voces que pueden hablar de ello con mayor rigor, el catedrático de psiquiatría y director del Instituto español de investigaciones psiquiátricas de Madrid, Enrique Rojas,
con veintiún libros en su haber dedicados a encontrar ese equilibrio y sosiego que nos acercar a ella.
En el último de ellos, “Todo lo que tienes que saber sobre la vida”, con el que ha vendido ya más de tres millones de ejemplares (ahí es nada), nos ofrece justamente ese navegador con el que orientarnos en los grandes temas de la vida: el amor, la voluntad, la felicidad, el liderazgo y los traumas. Un compendio de sabiduría con un foco para iluminar las tinieblas. En nuestra mano estará encenderlo.
La primera de sus afirmaciones es que “el que no sabe lo que quiere, no puede ser feliz”, de hecho, todos estamos rodeados de ejemplos (quizá propios) de personas que tienen múltiples opciones tanto laborales como personales y, sin embargo, no son felices porque no son capaces de decidir dado que no saben lo que quieren. Ese estado de zozobra que genera angustia ante la necesidad de decidir sobre lo que no se tiene claridad es causa de insomnios, ansiedades y cambios erráticos con sus consecuentes pérdidas afectivas por el camino.
Sin duda, el primer paso en este difícil sendero de la felicidad es tener tan claro lo que uno quiere como lo que no quiere.
Y esto nos lleva inexorablemente a la necesidad de saber decir “no” para sumergirnos en lo que de verdad tiene sentido que sea “sí”.
En esta sociedad nuestra de la apariencia, del cuánto, el cuándo y el cómo, parece haberse olvidado el porqué. Ese porqué que nace de tener claridad sobre los deseos y conveniencias y que es lo que hace que tenga sentido hacer lo que quiera que sea no se sabe cuándo ni cómo ni con cuánta intensidad o cantidad.
¿Y qué hacer si uno duda? Analizar, sopesar y elegir, lo que quiera que sea, pero elegir.
Está en el amor esa personalidad a la que le gustan todos y no le gusta ninguno; esa otra que siente fobia al compromiso, pero ansía comprometerse e intenta combatir su propio yo; la narcisista ególatra que, al quererse a sí mismo por encima de cualquier otro ser humano, intenta vender una imagen de algo que jamás podrá ofrecer; la de quien elige con decisión a la persona y, cuando la tiene, echa de menos a la anterior, pero sí vuelve con la anterior, extraña a la que acaba de dejar. Luchas, devaneos, contradicciones e imposiciones fruto de no tener claro el destino; amarguras y desalientos que arrojan al precipicio de la infelicidad; a una vida de deambulares transhumantes.
El segundo paso es no tener expectativas demasiado altas. Soñar a lo grande nos empuja a la ilusión y a luchar con denuedo, pero también a frustraciones insaciables.
Tercer paso: perdonar. A los demás y a uno mismo. El rencor, el reproche y el resentimiento (ya lo decía Gregorio Marañón en su «Historia de un resentimiento», a través de la fuigura de Tiberio), conducen al socavón.
Habla el doctor Rojas de la inmadurez sentimental del hombre, que no de la mujer. Curioso dato. Puede que ustedes se estén quedando tan sorprendidos como yo. ¿De verdad son más inmaduros los hombres que las mujeres en los asuntos del corazón, ¿por qué? Parece que las ambiciones profesionales desplazan los compromisos emotivos y, qué les voy a decir, tiene su sentido. Si uno se compromete, sus reuniones, comidas, cenas y estudios se ven inspeccionados por la persona amada que demanda atención y amor. “El hombre no necesita compartir la vida” lo que ha hecho brotar un nuevo síndrome SIMÓN se llama, tan libertador como Bolivar. “Soltero, inmaduro en lo afectivo, materialista, obsesionado con el trabajo y narcisista”. Debajo se enmascara otro: el pánico al compromiso con sus taquicardias y sofocos. Moraleja: los narcisos ni para el jarrón.
La clave según el doctor Rojas es hacer una buena elección afectiva. Esto nos lleva a la gran cuestión: ¿cómo se elige bien en asuntos del amor donde el sentimiento anula cualquier juicio cercano la razón? La respuesta no está tanto en elegir con frialdad como en saber huir a tiempo. Ya lo dijo el ateniense Demóstenes allá por el S. IV aC: “Cuando una batalla está perdida, sólo los que han huido pueden combatir en otra”.
El desamor rompe, vacía el alma; es, sin duda, uno de las decadencias más dolorosas que, casi siempre, desembocan en esa epidemia que asola el planeta llamada ruptura. Nos cuenta que ese adiós, antepuesto al amor que es ciego, es lúcido, por eso define el amor como agridulce.
Las películas, con ese arte de casi convertir en irrealidad cuanto tocan, enseñan amores explosivos y caleidoscópicos en los que basta el amor en sí mismo como un todo que todo lo puede, pero como nos indica el doctor Rojas, “o se trabaja, o se desvanece”, quedándose en simples relaciones transitorias que dejan grandes vacíos. Simas.
Tomen nota: “siempre hay complicaciones y no hay amor sin renuncia”. Nos recuerda, sacando humor y literatura para reforzarlo, uno de los pensamientos contenidos en El collar de la paloma de Ibn Hazm: “Corazón que no quiera sufrir dolores, pase la vida libre de amores”.
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