Rafa Nadal for President
La historia del deporte está llena de grandes gestas, de hitos que nunca caducan en nuestra mente y que de vez en cuando reaparecen para recordarnos que no hay nada más noble que la resistencia a la derrota. Ese no constante a la capitulación que eleva las esencias personales hasta límites de invencibilidad inimaginables. La reciente final del Abierto de Australia confirma que el presente lo escriben corazones trabajados en la adversidad, que desafían la indiferencia a base de vencer a su propio destino. Tallan su rebeldía con precisión de orfebre, dando forma a un arrebato único que les impulsa con la decisión de un maestro del florete. Y sólo algunos elegidos son capaces de tener al mundo, durante cuatro horas, hablando de puntos, sets, juegos, revés, voleas y paralelos.
Con su enésimo enfrentamiento de este pasado domingo, Roger Federer y Rafael Nadal se han convertido en mitos en vida, ejemplos para millones de personas, sobre todo niños, que se fijan en ellos como espejos de buen hacer. Plutarco hubiera puesto su firma en estas vidas paralelas que comenzó en Miami en 2004 y nos ha dejado épicas constantes en cada raquetazo. Federer ganó, tras cinco sets intensos. Su victoria ratifica algo que ya sabíamos: que es el mejor tenista de la historia. Pero no hubo derrotado, salvo que sólo busquemos en los números la excusa fácil para clasificar lo que vimos ayer.
Se jugó el partido de siempre con los dos estilos que mejor resumen la substancia de este juego. La elegancia del suizo frente a la dureza mental del español. Mientras Federer baila sobre la pista, suavizando sus golpes con la precisión de un cirujano, Nadal impone su genio con mueca de arrojo, extremando sus músculos hasta la explosión misma. Alguien que gana 14 Gran Slams nunca se acaba de ir del todo. Como Fededer, que ha sumado su número 18. Dos Gulliver del tenis que se resisten a ser jarrones del pasado. Han sublimado la rivalidad deportiva como pocos en este juego. Amigos a los que separa una simple red, lo que evidencia que perdemos si sólo miramos el lado por el que cae la pelota. Lo importante sucede siempre en los extremos.
Sus discursos postpartido fueron un canto a los valores que Coubertain defendió con ímpetu utópico. «Tener a Federer como rival me ha llevado a querer mejorar, porque siempre tenía a alguien delante que era mejor que yo», dijo Nadal antes de que el suizo, con esa faz impertérrita que no cambia gane un torneo o se tome un café, replicara: «Sigue jugando Rafa, el tenis te necesita». Esa mayestática reflexión, esconde una realidad poderosa. Porque si Rafa Nadal fuera un partido político, tendría mayoría absoluta. Concita en él todos los valores que les pedimos a nuestros representantes públicos: honestidad, respeto, esfuerzo, superación, compromiso, educación, constancia, humildad, talento, carisma, carácter, firmeza, compañerismo y resistencia —a la derrota, a la rendición—.
Sería el candidato perfecto. Tiene la imagen de ganador que todos queremos. Y encima, gusta a casi todos. Es una persona resiliente, que en la derrota reconoce al adversario, en la victoria le honra y en el entremés le intenta superar. Nadal representa el triunfo del orden liberal, del individuo por encima del colectivo. Alguien que no necesita subsidios morales ni patrocinios sentimentales para convertirse en el mejor deportista español de la historia. Alguien que no tiene complejos en definir su esencia ciudadana, incluso allá dónde su tenis creció con madurez. Quien camina sin complejos por la vida mientras endurece su rostro de desafíos imposibles. Federer es el arte hecho juego. Rafa es el juego en sí mismo. Tanto monta. Que sigan jugando, que nunca se retiren. Ellos son el deporte.
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