Marta Carrió o la voz de la barbarie
Leía el otro día en este digital que una diputada de Més había arremetido contra los diputados de Vox acusándoles de ser «los mismos que incitaron al asesinato de Lorca» durante un debate sobre la autorización de los menores a asistir a las corridas de toros. El ataque verbal venía precedido por el hecho de que una parlamentaria de Vox había mencionado antes al poeta como argumento de autoridad en defensa de la tauromaquia. En cualquier debate habrá argumentos a favor y en contra, lo que no tiene sentido es criminalizar constantemente a las personas que defienden ciertos postulados que, además, son ampliamente compartidos o que al menos lo eran hasta hace poco. A diferencia de los fundamentalistas que creen que sus ideas son tan puras e incuestionables que caen por su propio peso y que, en consecuencia, no deben ser combatidas, yo soy de la opinión de que lo único respetable son las personas, no las ideas que defienden.
Lanzar tales diatribas sin venir a cuento, máxime en un debate sobre tauromaquia, indica bien a las claras que para algunos fundamentalistas es más importante el hostigamiento en sí mismo contra el enemigo (no voy a hacer el ridículo llamándole adversario cuando las acusaciones son de tan grueso calibre) que la causa que se defiende, la prohibición de los toros o incluso algo de menor trascendencia, el ingreso de menores a las corridas.
En su espléndido libro de ensayos Inventario del estrago, cuya lectura recomiendo vivamente por su profundidad y su distanciamiento de los lugares comunes en una miscelánea de temas de gran interés, Juan Antonio Horrach nos advierte de la «paradoja poderosamente desconcertante» de un discurso demoledor, el que practican los fundamentalistas de todo signo (sean catalanistas, animalistas, feministas de última generación, catastrofistas climáticos, memorialistas), que conduce a la divinización del catalán, los animales, la mujer, el clima o la memoria selectiva, mientras rebajan la dignidad y la condición de seres humanos a quienes no comulgan con la Buena Nueva. Algo parecido se decía de los comunistas que decían amar a la humanidad mientras masacraban a los hombres de carne y hueso.
Es como si la causa en sí misma, la prohibición de los toros o el rechazo al sufrimiento del animal, les importara bastante menos que el hostigamiento a los que piensan de distinta manera. Horrach que, al igual que un servidor, lleva décadas desenmascarando la hipocresía de la inversión victimista en un Occidente plagado de víctimas y de… falsas víctimas, sabe que la «hostilidad requiere de salvoconductos buenistas para justificarse». Nadie te hace daño anunciándote que va a hacerlo porque es malo, resentido, fanático o está desquiciado: siempre disfrazará su hostigamiento debajo del disfraz de una supuesta buena causa. De ahí la desmesura y el desquiciamiento de la ciudadana Carrió al proferir acusaciones delirantes en un debate menor como pueda ser la tauromaquia o, más todavía, la asistencia de menores a las corridas, máxime cuando lo único que se había mentado de Federico García Lorca era su pasión por los toros. Se trata de alimentar el conflicto civil a toda costa a la entrada de cualquier plaza de toros «poniendo toda la crispación posible en el empeño, aquello que no agrada a los sacerdotes de la pureza».
No conforme con los argumentos explícitos, diáfanos y claros expuestos por sus contrincantes, argumentos que desprecia por falaces, la izquierda se dedica a otra cosa: extender la sombra de la sospecha sobre la derecha, buscar constantemente un fondo moral podrido, encontrar segundas o terceras intenciones aviesas para demostrar en última instancia lo malvada que es la derecha. Esta última piensa como piensa porque es malvada y sus «pobres argumentos» no dejan de ser coartadas para disfrazar su maldad, su egoísmo y sus intereses privados. Esta convicción interior es la que justifica ante sí misma este nivel de desquicie en sus ataques.
Hay un último aspecto que resulta todavía más determinante a la hora de calibrar la inmensa hipocresía de los dogmáticos de la pureza, sean catalanistas, animalistas, feministas de última generación, catastrofistas climáticos, memorialistas selectivos o turismofóbicos. Y es que el rasero moral (obviaremos lo que tiene de teatralización artificiosa, un género en el que se prodigan los nacionalistas de Més desde su más tierna infancia) que aplican a quienes discrepan de sus dogmas ideológicos y que hace a estos últimos acreedores de su hostilidad («los mismos que incitaron al asesinato de Lorca»), deja de aplicarse ante problemas mucho más evidentes, que están a la vista de todo el mundo y que son de mucho mayor calado.
Es esta hemiplejía moral la que termina delatando el grado de desquicie de la izquierda. Son los mismos que después no tienen empacho en presentarse a unos comicios europeos con los herederos o beneficiarios políticos de los crímenes de ETA o quienes miran para otro lado ante el rosario de delitos y crímenes de unos argelinos llegados en patera a los que «perciben» como víctimas de una administración injusta que les sitúa al margen de la ley cuando ellos mismos son responsables de haberla incumplido al cruzar sin permiso nuestras fronteras nacionales. Se responsabiliza a unos diputados a los que Carrió ve a diario en el parlamento de un asesinato acaecido hace 90 años del que, naturalmente, no tienen nada que ver, mientras se descarga cualquier responsabilidad sobre la administración por las tropelías y desmanes cometidos por unos señores que siembran el terror en nuestras ciudades. No hace 90 años, ahora.
Este doble rasero, esta hipersensibilidad en temas menores, irresolubles y pretéritos por un lado y estas formidables tragaderas ante dramas cercanos, actuales y mucho más importantes para los ciudadanos a los que representan por el otro, llevó a Fernando Savater a plantearse si esta sensibilidad a flor de piel no estaría en realidad muy cerca de convertirse en la nueva voz de la barbarie.
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