El final de una etapa de la Historia
En agosto de 1945 terminaba la Segunda Guerra Mundial con la victoria de los aliados liderados por los EEUU, tras el lanzamiento de las dos bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki, en Japón. En Europa la guerra había terminado tres meses antes con el suicidio de Hitler, y emergía un nuevo orden mundial bipolar con las dos superpotencias vencedoras al frente de los bandos victoriosos sobre el Eje.
Estadounidenses y soviéticos representaban dos ideologías políticas contrapuestas en su visión del hombre y de la sociedad: la democracia liberal y parlamentaria en Occidente, frente a la «democracia popular» comunista. Nacía la Guerra denominada «Fría», en contraposición a la propiamente bélica, ante la evidencia de que con el arma nuclear en manos de unos y otros, sería cierta la destrucción recíproca de ambos bandos. La DMA —«Destrucción Mutua Asegurada»— era el acrónimo que mantenía una paz entendida como mera ausencia de una tercera guerra mundial; eso sí, con conflictos bélicos locales y regionales (Corea y Vietnam por un lado, y la doctrina Breznev en Europa del Este, Cuba, etc… por el otro) para garantizar el mantenimiento de sus respectivas zonas de influencia en el mundo. Si la DMA era el acrónimo, el Muro de Berlín era el símbolo de esa Guerra Fría.
La llegada de Reagan a la presidencia en 1981 significó el principio del fin de ese orden, al lanzar su IDE —«Iniciativa de Defensa Estratégica» o «escudo espacial»— al que no podía hacerle frente la URSS por su incapacidad de generar la cuantiosa inversión que exigía el proyecto, sumida como estaba en una grave crisis económica. En la práctica, la IDE acababa con la victoria norteamericana en la Guerra Fría, intentando Moscú adaptarse a la nueva situación mediante la Perestroika y la Glassnot. El oxímoron de un comunismo transparente y liberal colapsó en 1991 con la implosión de la URSS tras la caída del Muro de Berlín dos años antes.
La desaparición de la Unión Soviética con la subsiguiente unificación de las dos Alemanias mediante la absorción de la comunista por la RFA; la desaparición del Pacto de Varsovia —versión comunista de la OTAN—, y la progresiva incorporación a ella y a la UE de las democracias populares del Este, llevaron a que ya en 1992 Francis Fukuyama escribiera el ensayo El final de la Historia, que se convirtió en best seller mundial y en libro de cabecera de gran parte de la «inteligencia» occidental. Para él, la Historia entendida como conflicto entre ideologías, había terminado con el triunfo rotundo de la democracia liberal frente al comunismo.
Este libro reflejaba la versión de Fukuyama de la magna obra de Agustin de Hipona Las dos ciudades, que estableció el sentido de la Historia ateniéndose a la visión cristiana de la misma. De hecho, si Fukuyama hubiese leído bien a san Agustin, no hubiese caído en el reduccionismo de interpretar a la URSS como el imperio del mal y a Washington como el epicentro del imperio del bien.
Han bastado treinta años -un mero soplo de la Historia- para verificar que no había llegado todavía su final, sino tan solo el término de una de sus etapas. En estas fechas, lo que concluye es el periodo de transición entre la fase que comenzó en 1991 y la que se inicia ahora con la desbandada de Kabul.
Para no precipitarnos en el diagnóstico como Fukuyama en 1992, habrá que esperar acontecimientos todavía imprevisibles, con una China comunista en lo político y capitalista en lo económico, que parece haber tenido éxito en lo que Gorbachov intentó con su fracasada Perestroika. Entre unos EEUU en repliegue y un Oriente en despliegue con China flanqueada por Rusia, la UE aparece como en tierra de nadie, a merced de sus menguadas fuerzas. El mundo que un día fue eurocéntrico por los valores que irradió, hoy ha dejado de serlo. Europa ha renunciado a ser ella misma, como le pidió Juan Pablo II desde Santiago de Compostela el 9 de noviembre de 1982 como culminación de su primera visita a España: «Vieja Europa, vuelve a encontrarte, sé tu misma. Aviva tus raíces […]. Revive aquellos valores auténticos que hicieron gloriosa tu Historia y benéfica tu presencia en los demás continentes […]».
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