ETA y los detergentes
Hubo un tiempo en el que toda condena de la violencia era considerada un deber moral por quienes ostentaban el poder público. Entendida y ajustada esta responsabilidad, aplicaban su quehacer en la denuncia de cualquier forma de imposición política, sea por la vía que fuere. Eran aquellos tiempos, inundados de consenso y reforma, cuando nuestros próceres se reunían para hacer constituciones y acordar reglamentos, términos que servían para nutrir de conversaciones a la España de sobremesa política. Con ello hemos vivido durante cuatro décadas. Pero todo muere cuando nada se renueva. La democracia trajo consigo la constatación de que la libertad no es una aspiración, sino más bien una sensación. La tienes o no la tienes. La sientes o no la sientes. Aspirar a ella es como aspirar a descubrir vida inteligente en otros planetas: una ilusión mortal con la que apacentar nuestra curiosidad de homínidos. Eran tiempos en los que había que hacer normal en las leyes lo que era normal en las calles, una sentencia tan de contexto que es peligrosa repetirla por abrasión.
Parte de la nueva política, bajo el paraguas de la cambiante coyuntura social, es responsable del estado de crispación constante en el que vivimos. Hemos confundido empoderar al ciudadano con educar al ciudadano. Le damos resortes de poder que no sabe cómo utilizar ni gestionar. Y cuando no lo obtiene, se revuelve contra el mismo sistema que garantiza su bienestar. La nula política de educación nacional que hay en España permite que la lavadora siga centrifugando bajo un programa de larga duración, donde las conciencias son adormecidas en tertulias nacionalistas y bajo epígrafes equívocos. ETA es el perfecto ejemplo que demuestra esa fragilidad ferviente de nuestra democracia social, confundida entre etiquetas simplonas, zascas rastreros y debates de taberna. El romanticismo de las revoluciones antaño venía acompañado de la consiguiente guillotina, culmen del terror que las define. Coherentes en su acción-reacción, la revolución de los amigos de Eguiguren siempre cupo en una Browning 1935.
En su última fase, todo terrorismo necesita de otras actuaciones aún más abyectas que la propia ejecución sin miramientos: la de blanquear sus asesinatos. ETA sigue viva, en las calles, en las instituciones, en los medios. Se resiste a morir porque ha encontrado la forma de sobrevivir. Necesita detergentes con los que limpiar su pasado y aclarar su futuro, haciendo política en instituciones donde el odio a lo español es el primer punto del día. Busca su Lebensraum y Anschluss particular, dos términos inseparables del sentir totalitario, dos excusas con las que el nacionalsocialismo etarra quiere construir su futuro: presos y Navarra. Dos anhelos que estarán más cerca de asesinos y cómplices si el Gobierno como parte del Estado, y el Estado como tótem de defensa frente al terror, hacen dejación de funciones constitucionales.
ETA quiere ahora huequear (encontrar huecos en) su estrategia con fregadores profesionales de marca. Aquellos para los que el asesinato siempre esconderá una buena intención detrás de cada abyecta ejecución. Aliados útiles en la perversa banalización del mal de la que hablaba Arendt, que hacen de memos equidistantes, y que representan todo aquello que la banda de Ternera anhelaba: la comprensión del enemigo, sumido en un atroz síndrome de Estocolmo a la bilbaína que los lleva a empatizar más con los asesinos que con sus víctimas. Estos aliados, amanuenses de guillotina infecta, culminan su despropósito cerebral jugando a la sutil equidistancia que necesita la cobardía para continuar, desafiando la inteligencia ajena con proclamas sobrevenidas. Revisten ínfulas de sujetos educados en lecturas, que esconden empero una proverbial querencia hacia la intransigencia. Todos sabemos sus nombres, con altavoz y tribuna mediática. reconocida y reconocible. Ganándose la vida humillando en relato único a las víctimas. Siempre habrá algo peor que un ignorante puro. Y es un intelectual de bote.
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