‘Tristesa infinita’. Dolor profundo.
Cuando las sonrisas dejan paso a las lágrimas, significa que la revolución no ha funcionado
Es doloroso. Tal vez por eso he necesitado esperar hasta hoy, casi tras quince días de empezar a ver mi país en llamas, para sentarme, reflexionar y escribir estas cuatro líneas. Sí, muchos catalanes sentimos que tenemos dos países. Uno más pequeño, Catalunya, y uno más grande, España. Cada uno tiene sus cosas buenas y malas. Gracias a ello hablamos dos idiomas, tenemos dos culturas y gozamos de dos estilos culinarios muy distintos. Sí, también nos roban dos veces, pagamos el doble de impuestos y cuando intentas ser neutral —equidistante dicen algunos— recibes el doble de críticas. Pero somos así y nos gusta ser así, aunque cueste entenderlo.
Para los equidistantes —algunos hace unos años éramos más independentistas y otros más constitucionalistas— estos días han sido muy complicados. Lo han venido siendo los últimos años, pero la última semana en concreto, más. No se trata de renunciar a nada, pero tampoco de imponer o quitar. Cada uno tiene sus razones, todos tenemos nuestras razones. Pero por encima de todo hay el principio de la realidad. Un principio que muchos parecen haber olvidado. Los que han desobedecido unas leyes no siempre justas, conscientes de lo que hacían, y los que ahora se lamentan de haber judicializado la política. Los que han animado a la gente a salir a la calle a apretar y los que han dado instrucciones a los Cuerpos de seguridad para empuñar la porra como si no hubiese mañana. «No era això, companys, no era això -no era esto, compañeros, no era esto-«, cantaba Lluís Llach —hoy en uno de esos polos opuestos que no bajan a ver la realidad—.
Cuando el Partido Popular recogió firmas contra un Estatut, que al poco fue copiado en Andalucía sin censura alguna, se cometió una gran irresponsabilidad. Más cuando el PSOE de José Luís Rodríguez Zapatero y Alfonso Guerra se lo cepilló. Cuando Artur Mas —el mismo que ahora culpa a los independentistas de la furia— abrazó el separatismo porque no le daban cuatro euros más para salvar unos años más su carrera política, con la que ha sobrevivido toda la vida —jamás ha trabajado en la empresa privada—, también. Esos dos momentos son imprescindibles para entender todo lo que hemos vivido hasta ahora y lo que vendrá. La sociedad catalana se ido rompiendo poco a poco. El Estado ha renunciado a Cataluña por etapas. Ahora, me temo, es demasiado tarde para buscar una solución que hubiese curado la fractura en la sociedad. Y no será porque algunos no avisamos, la verdad.
Duele tener a amigos como Josep Rull o Dolors Bassa en la cárcel, pese a haberles avisado de lo que se jugaban. Hoy, mientras escribía este artículo, he querido buscar los últimos mensajes que me crucé con ambos antes de volver a ingresar en prisión y algunos de antes. Optaron por otra vía. Les comprendo y no les juzgo. Pero también duele ver mi país en llamas, con señales arrancadas, con comercios atacados. Son unos pocos, residuales, pero están y actúan ‘en nombre de’. Cuando las sonrisas dejan paso a las lágrimas, significa que la revolución no ha funcionado. Y algunos, tal vez, deberían reconocerlo y pedir perdón. Hacía los que no piensan como ellos ni defienden sus tesis, pero sobre todo, a los que sí les siguen y han padecido la represión o la cárcel mientras ellos están en el sofá de casa.
Pedir sosiego y reflexión, en una sociedad y clase política hiperventilada y que vive en Twitter, sé que es mucho pedir. Pero por mí, no quedará. Lo intentaré hasta el final, cuando compruebe que ya no hay solución —si es que todavía la hay—. La imagen de este fin de semana, con dos grandes manifestaciones en menos de 24 horas de diferencias, ejemplifican de la mejor manera la fractura de la sociedad catalana y el fracaso e incompetencia de nuestros dirigentes. Parafraseando el discurso de Meritxell Batet tras ser investida presidenta del Congreso, a todos, sobre todo a nuestros gobernantes, les conviene recordar que «todos somos el pueblo, ninguno somos el pueblo». Es el principio de un largo camino hacía una solución cuyo final aún está lejos.
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