Rasputín Bolaños, juez supremo
Nunca se había visto nada igual por estos lares desde que el pueblo español decidió concederse la libertad y transitar por un régimen democrático.
Le está tan agradecido a su jefe que está dispuesto a inmolarse en una pira para demostrar al sátrapa que continúa en primer tiempo de saludo. Félix Bolaños, quizá el ministro mejor preparado técnicamente y más leído de todo el Gabinete –estudió con los jesuitas, que siempre marca un punto de inflexión– y que en alguna ocasión hasta llega a tener iniciativa propia (sobre todo en busca de las contradicciones del Partido Popular), sin embargo sorprende por su escasa longitud en el cuadro de luces. Debería saber que el tiempo vuela y, una vez que Sánchez sea pasto (políticamente) de los buitres, todo lo que creció bajo sus faldas se convertirá en pavesas. Debe ser tal su devoción un tanto irracional por el caudillo de Tetuán (al fin y al cabo es el que le ha hecho superministro, todo por la poltrona) que le importa una higa su futuro profesional y político. He conocido a lo largo de mi ya dilatada vida profesional casos como el que nos ocupa.
Bolaños es todavía muy joven y salvo que entre en la factoría Pepiño como lobista lo tendrá muy difícil si desea continuar siendo alguien en la vida española. Se ha pringao tanto con el lodo y el fango sanchista que tendrán que pasar muchos lustros para que el pueblo llano olvide sus procederes.
Si disfrutó su segundo de gloria cuando bajó a las profundidades del Valle en busca de la momia de Franco, en años posteriores se ha conducido como ministro de Justicia tratando de influir en los jueces, no digamos fiscales, como nunca se ha visto por estos lares.
Quizá los vapores etílicos del poder le impidan contemplar su propio marchamo en una persona que ha pasado por la Universidad a la luz, sin ir más lejos, de la doctrina de Alexis de Tocqueville. Cuando se despejen los mismos podrá observar en su verbo la cantidad ingente de dislates dichos, eso sí, con pretensión de gran estadista.
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