Jürgen Habermas: en el 90 cumpleaños del gran ayatolá socialdemócrata
Los planteamientos filosóficos e ideológicos deben interpretarse en su contexto histórico y considerarse siempre como producto de una fase concreta de la historia de la sociedad en que se produjeron. Las ideas separadas de ese contexto que les dio vida pierden su poder y su racionalidad. Esta perspectiva analítica es especialmente pertinente en el caso de Jürgen Habermas, quien acaba de llegar a la longeva edad de 90 años. Su obra no puede ser entendida sino dentro del contexto del trauma histórico provocado en Alemania por la experiencia nacional-socialista, la derrota en la Segunda Guerra Mundial y la consolidación de la República Federal Alemania como régimen político y social. En realidad, Habermas ha sido el gran representante intelectual, una especie de gran ayatolá laico, del consenso social-demócrata, o social-liberal, dominante hasta ahora no sólo en Alemania, sino en la mayoría de los países europeos. Heredero heterodoxo de la neomarxista Escuela de Frankfurt, la de Theodor W. Adorno y Max Horkheimer, su obra bebe igualmente en las fuentes de la tradición kantiana y en el neopragmatismo de John Dewey y Herbert G. Mead. Catedrático de la Universidad de Frankfurt y director del Instituto Max Planck, Habermas es autor de numerosas obras de referencia en el campo de la filosofía y de las ciencias sociales: Historia y crítica de la opinión pública, Teoría y praxis, Conocimiento e interés, Teoría de la acción comunicativa, Conciencia moral y acción comunicativa, Facticidad y validez, Verdad y justificación, etc.
Habermas se encuentra inserto en una tradición de pensamiento izquierdista que pretende renovar y dotar de continuidad. En ese sentido, no duda en contraponer polémicamente Heinrich Heine, Karl Marx, Sigmund Freud, Hermann Heller, Theodor W. Adorno y Walter Banjamin a la “basura intelectual” que, según él, representan nada menos que Novalis, Carl Schmitt, Martin Heidegger, Carl Gustav Jung, Ernst Jünger o Friedrich Nietzsche. Su posición es clara: intenta consolidar una tradición definida, en mayor o menor medida, por su significación fundamentalmente social-demócrata, descalificando a otras tradiciones a las que acusa de quebrar el legado de la Ilustración, simplificando no sólo sus características esenciales, sino su propia significación.
Y es que resulta enormemente fácil interpretar un tiempo de convulsiones extremas, de perplejidad y de posturas radicalizadas desde la calma académica. Sin embargo; hay más, porque Habermas silencia que no sólo los intelectuales de la derecha se sintieron arrastrados por esas veleidades autoritarias. Desde los escritos juveniles de Karl Marx, ciertas tradiciones nihilistas y anarquistas, el bolchevismo, hasta llegar a Walter Benjamín –tan fascinado por la teología política de Carl Schmitt-, encontramos una fuerte incidencia del antiliberalismo de izquierda que puede ser rastreada en los primeros escritos de Georg Lukács o en el comunismo apocalíptico de Ernst Bloch. Por cierto, hace tiempo que sabemos que Sigmund Freud fue admirador de Benito Mussolini, al que envió un ejemplar dedicado de su obra Psicología de las masas.
La Ilustración, proyecto inacabado
Desde esos supuestos, Habermas se muestra como el teórico de una especie de “segunda Ilustración”. Y es que, frente a las tendencias posmodernistas, el filósofo alemán sostiene que la Ilustración, lejos de haber perdido vigencia, es un “proyecto inacabado”. A ese respecto, su principal aportación ha sido el intento de articular una teoría de la acción comunicativa. Según Habermas, sólo puede haber democracia si hay escucha y reconocimiento de lo que el prójimo dice. La deliberación democrática en el Parlamento, en el tribunal o en los medios de comunicación supone ante todo que se reconoce cierta validez a la posición del otro. Tal reconocimiento exige buscar, a juicio de Habermas, el valor universal que subyace a toda expresión subjetiva de una preferencia. Es una universalidad así concebida lo que permitirá construir el consenso y, por lo tanto, dotar de un marco estable a la democracia. Sin embargo, como le han reprochado no pocos críticos, la universalidad a que hace referencia Habermas es abiertamente parcial y se encuentra perfilada y fundamentada en la tradición de pensamiento muy concreta.
Y es que el pensador alemán excluye de esa “universalidad” a aquellos que se sitúan más allá de las fronteras de la sociedad, es decir, aquellos que no aceptan unas reglas de juego ya perfiladas. Como ha denunciado Peter Sloterdijk, la concepción habermasiana descansa en un sometimiento de los participantes en el diálogo a una precomprensión, que él pretende controlar metódicamente. Por ello, el agudo filósofo conservador Roger Scruton, que considera a Habermas un “jacobino”, denuncia que a esas llamadas al “consenso” nunca han sido convocados ni nacionalistas, ni conservadores sociales, ni los premodernos o los neoliberales. Ya hemos señalado su descalificación sumaria y arbitraria de figuras de la envergadura intelectual de Novalis, Schmitt, Jünger, Heidegger o Jung. Es demasiado lo que deja fuera de un posible marco dialógico. Entre los pensadores españoles, estarían excluidos José Ortega y Gasset o Gustavo Bueno, no digamos Miguel de Unamuno. Y, en el anglosajón, el propio Scruton, Michael Oaskhesott o Friedrich Hayek. En el campo político español, la polémica sobre la legitimidad de Vox como alternativa política se encuentra inserta en ese contexto de monopolización izquierdista de la esfera pública.
Dentro de su marco filosófico-político destaca igualmente el antinacionalismo visceral de Habermas. Su discutido y discutible concepto de “patriotismo constitucional” –tomado del teórico del derecho Dolf Sternberger- supone un rechazo al nacionalismo alemán en particular y, en general, a todo nacionalismo. El “patriotismo constitucional” pone el acento en la adhesión a los fundamentos del régimen democrático y no a las tradiciones nacionales fruto de una trayectoria histórica concreta. Una idea falaz, porque sin la nación histórica, no puede existir constitución; y porque la tradición social y política a la que Habermas hace referencia no es, como señaló el neopragmatista Richard Rorty, la manifestación de un supuesto espíritu universal, sino algo contextualizable, producto, en definitiva, de una determinada circunstancia cultural.
En la espiral de la tecnocracia
Por ello, resulta tan significativa su participación en la denominada “polémica de los historiadores” frente a Ernst Nolte. Los intentos del historiador alemán de contextualizar el nacional-socialismo como respuesta a la amenaza comunista le parecieron peligrosos, ya que perseguían, según él, una “restauración de la conciencia nacional alemana”, cuando el único patriotismo posible para los alemanes era el “constitucional”. Y es que, además, según Habermas, estaba emergiendo una identidad “posnacional”. Su apuesta por la construcción europea ha sido militante. Podríamos decir que Habermas es el gran ayatolá laico del eurofundamentalismo.
Sin embargo, estas posiciones maximalistas han sido criticadas por representantes de la izquierda intelectual, como el sociólogo Wolfgang Streeck, quien denuncia que la integración europea que Habermas defiende de forma tan vehemente lleva implícito “un ejercicio tecnocrático” del poder, incompatible con la democracia característica del Estado-nación; y que el euro, como moneda única, es una bomba de relojería para los fundamentos del Estado benefactor. Para Streeck, si todavía existe alguna institución capaz de recuperar el poder conquistado por el capitalismo globalizado, es la nación democrática. Habermas ha sido incapaz de contestar a las críticas de su compatriota: el contenido de su libro En la espiral de la tecnocracia así lo demuestra.
Cuando el pensador alemán cumple sus noventa años, el consenso socialdemócrata sufre en el conjunto de las sociedades europeas una profunda erosión. Y las tradiciones intelectuales que tanto desdeña están hoy más vigentes que nunca no sólo en Alemania, sino en el conjunto de las sociedades europeas y en Norteamérica. Para colmo, el denominado euroescepticismo comienza a tener presencia e impacto en el campo político alemán, no digamos en Francia, Italia, Holanda o Gran Bretaña.
No obstante, el pontífice del consenso socialdemócrata ha matizado los perfiles más radicales de su racionalismo político. Así lo demuestra su rechazo de lo que podemos denominar constructivismo transhumanista, es decir, la ingeniería genética, o sus intentos de diálogo con las tradiciones religiosas, en particular con el catolicismo representado por Joseph Ratzinger. Y es que en el contexto de una “modernidad desgastada” las religiones podrían ser un aliado útil a la hora de garantizar la cohesión social, siempre claro está en los límites del Estado demoliberal. Con todo ello, Habermas reconocía las debilidades intrínsecas de un proyecto de modernidad cada vez más puesto en cuestión. Tal es la situación en la que, hoy por hoy, nos encontramos.
- Pedro Carlos González Cuevas es Profesor Titular de Historia de las Ideas Políticas en la UNED.
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