Hay sabios e ignorantes; hay buenos y malos
Despedimos el sábado al año 2022 con un inusual calor que nos trae este loco clima y con un estremecedor frío que nos provoca la muerte del Papa emérito Benedicto XVI. Respecto al clima, hay que reconocer que siempre ha estado un poco loco y que casi nunca responde a los cánones que marcan el calendario y las estaciones. Pero, si hacemos memoria, ha sido así desde que éramos pequeños, e incluso entonces ya oíamos quejarse a nuestros mayores del mismo tiempo cambiante y desajustado; ha sido así siempre, aunque no lo quieran ver los radicales del cambio climático que creen que todas las alteraciones en las temperaturas habituales se provocan desde el momento en que ellos están en el mundo para percibirlas.
Pues claro que existe el cambio climático y claro que existen fenómenos meteorológicos extremos, y claro que el hombre puede llegar a influir en uno y otros, pero en nuestro viejo planeta, y en el universo donde se sitúa, es la propia naturaleza la que provoca las grandes alteraciones. Así ha ocurrido desde mucho antes de que el hombre como tal apareciera y así seguirá ocurriendo cuando la especie humana se haya extinguido. Por eso, aunque tiene todo el sentido cuidar el mundo natural que nos mantiene y que disfrutamos, no lo tiene ser radicales del conservacionismo porque es la propia tierra la que no se va a mantener inalterable.
La prosaica aspiración de conservar el mundo tal y como nosotros deseemos, para que en él vivan nuestros descendientes, es propia del egocentrismo contemporáneo y de la percepción agrandada que tenemos de nosotros mismos. En el futuro el mundo será lo que sea y los hombres del futuro se adaptarán a vivir en esta tierra, como han hecho todas las generaciones de homínidos desde hace cientos de miles de años. Y lo harán hasta que la naturaleza (con la aquiescencia divina, para los que somos creyentes) acabe con la humanidad, con indiferencia de la peor o mejor condición en que la tengamos; porque lo que son finitas, para nuestro entendimiento, son las personas y seguramente la raza humana, pero no la tierra ni el universo.
Pero pasemos del calentamiento terrestre o, mejor dicho, de la radical calentura del ultra-ecologismo (que es el que impera en el mundo occidental y, especialmente, en nuestro Gobierno) a la fresca lucidez del fallecido Papa. Porque el cardenal Ratzinger fue todo lo contrario. Era un filósofo y un teólogo de una altura inconmensurable; tanto que no tenía ni un ápice de la habitual soberbia de los intelectuales. No le hacía falta, primero porque su capacidad intelectual era comparable a la de cualquiera y a cualquiera podía entender, enfrentar o hacer exégesis (como a su compatriota Habermas o al suizo Hans Küng), y después porque a donde no le llevaba su intelecto le llevaba su fe (tal como decía él ‘prefiero la fe del creyente a la del filósofo’). Por eso recuperó, con una lucidez que le hizo prácticamente irrebatible, la compatibilización de la razón y de la fe de la filosofía cristiana, contribuyendo a quitar el complejo de los católicos por creer en un Dios real, como quizás no había hecho nadie desde John Henry Newman (cuya canonización impulsó).
Tuvo que lidiar, especialmente al principio de su papado, con el sambenito de una supuesta intransigencia, pero lo que realmente hizo fue combatir el relativismo y la superficialidad, y se atrevió a decir lo que era bueno y lo que era malo, quien estaba en el camino de Dios y quien andaba por la senda del pecado. Porque para la moral, no sólo cristiana, sino natural, hay buenos y malos, y hay actos buenos que hay que reconocer, y malos que hay que rechazar. Los que apelan torticeramente a las parábolas del hijo pródigo y del cordero descarriado para justificar el amable e incluso íntimo acogimiento a aquellos políticos y líderes que impulsan leyes y comportamientos amorales, cuando no criminales, no deben olvidar que Jesucristo reprendió a los injustos y a los poderosos y que su acercamiento a los pecadores se producía cuando estos tomaban cuenta de la gravedad de sus pecados, se arrepentían y tenían propósito de enmienda.
En fin, más inteligente que todos y más humilde que todos, Ratzinger deja una valiosa obra doctrinal y teológica (en la que destaca Él Dios de los cristianos, que es fácil de comprender incluso para los que no somos teólogos), pero también pastoral y humana; siempre agradeceré el regalo (para que luego nos quejemos de las suegras) de los dos tomos de su Jesús de Nazaret, que completó después con esa deliciosa maravilla que es la La infancia de Jesús.
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