Los Goya, las mujeres con pene y los mejillones de roca
Leticia Dolera es una joven actriz española de quijotesca morfología y que disfruta de la bendición de una piel lívida y una eterna lozanía. Cuando la ves, en vez de 36 dirías que no tiene más de 14 años. Por el contrario, posee una de esas amarretas sonrisas de farándula que sólo se accionan apretando las palas y cruzando la pierna delantera en “demi-plié” con el mentón en alto. Imagino que es la lógica rigidez que se le presume a una comisionada del feminismo que ha de caminar inmaculada entre un campo plantado de nabos.
A mí me parece que Leticia es una preciosa infanta teen sacada de un retablo del Imperio Romano Germánico que, al ser teletransportada al hostil siglo XXI de la indulgencia masculina, ha tenido que adoptar el lenguaje de la ruta del bakalao para contestar a Joaquín Reyes que el certamen era un “precioso campo de nabos feminista”. Imaginen la escena si, en el lugar de la etérea fémina, Arturo Valls o cualquier otro actor de la falocracia se hubiera referido a las asistentes como una espléndida corte de chuminos, higos o mejillones de roca.
Tras la machada, Leticia se disculpó en Twitter por “invisibilizar con su frase a las mujeres que tienen pene”, lo que en términos biológicos resultó tan cierto como su intolerable discriminación hacia las mujeres que podemos disparar balas de titanio gracias a haber nacido con los pezones de Afrodita. Si la industria feminista se lamenta de la falta de representación femenina en el sector cinematográfico, según ellas un 27% que asoma a la mujer al abismo de la extinción después del lince ibérico y el koala, yo exijo una ley de paridad en los medios para que las que no tragamos con el colectivismo anticapi de estas señoras y defendemos la libertad individual figuremos al 50% en televisión, radio y todo el mundillo académico o que, de lo contrario, estas privilegiadas nos devuelvan el dinero de las subvenciones que hemos aportado a una industria deficitaria que siempre ha recibido muchas más subvenciones que todo el dinero que devuelve al Estado
Salvo contadas excepciones, el cine español siempre fue un bodrio incapaz de justificar sus privilegios, su sostenimiento y su monopolio cultural sobre el resto de los sectores de las artes que, como el deporte, el de la pintura y el de la tauromaquia —que de media aporta tres euros por cada uno que recibe—, siempre han resultado agraviados. Los toros, por ejemplo, reciben 1.835 veces menos que el cine de los Presupuestos Generales del Estado aunque estos recaudan alrededor de 3 veces más en sus taquillas. Nada justifica los rescates financieros al cine a pesar de la mediocridad del producto excepto su capacidad para extorsionar al Estado usando la noble causa del progreso femenino. La imagen que el cine español siempre proyectó sobre éste a través de su mejor baluarte internacional, el almodovariano, es el de las mujeres que se reinventan con mentiras, engaños o cirugía. Para ese cine español de los 80 y los 90 las mujeres éramos una suerte de ser imposición ciclotímica bipolar que debía funcionar como un travestido, un yonki, una depresiva o una histérica. Y en ‘Todo sobre mi madre’ todas las mujeres con pene de Dolera eran literalmente putas. Sinceramente, prefiero el cine heteropatriarcal de la tórrida, sincera y libre seducción de Pepe Sancho a éste en la que la mujer no pasa de ser un instrumento político-folklórico o en el que para puntuar doble hay que ser un travelo almodovariano.
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