El cuento de los claveles rojos
Eduarda Polichinela vive en el Prado de San Sebastián. Es consciente de la trascendencia de ese suelo en la semana que ahora comienza. Todo surgió en ese lugar por iniciativa del Sr. Ybarra, aunque ahora se ubica al otro lado del río. Tras dos años de pandemia, camina hacia la conocida como Feria de abril. Es 1 de mayo. Lleva claveles reventones de evocador y sutil perfume. Camina junto a unas amigas, está ilusionada porque espera ver a Enrique, que la tiene condenada a cadena perpetua.
Eduarda, te advierto que el cariño es como el sarpuyío. Los primeros días te rascas la mar, pero luego pasa y como si ná. También hay sarpuyíos crónicos. Y para este nuevo querer, estoy pensando en dejarme las uñas más largas; así podré rascarme sin parar. Las risas sinceras preludian una tarde de Feria apoteósica. El tiempo acompaña para ver al ocioso que la ronda. Eduarda sigue caminando con fino mantón de mil flores, que su talle envuelve, haciendo de ella la imagen viva de la primavera. Los rizados volantes de su traje de gitana bailan a cada paso al compás de sus tacones. Habla con palabras sordas, contando picantes secretos de su alma enamorada y curiosa. Sólo hay un tema: Enrique.
Comienza el espectáculo. Ya han llegado al lugar más colorido y alegre del planeta. Los ojos negros de Eduarda resaltan más que nunca. Le brillan estrellitas alrededor. En breves momentos, llegarán a la caseta en la que estará él. Prenden en el pelo los claveles que le ha regalado la tarde anterior, haciéndole prometer que los llevaría puesto al día siguiente. Pasea su belleza y la de aquellos claveles por entre la alegría de la grandiosa fiesta sevillana.
¿De qué color te gustan?
Me da lo mismo. Escógelos tú.
Rojos
¿Ese es tu color?
Sí, porque el rojo quiere decir revolución, y esa es la que vamos a armar los dos en la Feria en cuanto aparezcamos.
Los sentimientos de Eduarda son luminosos, cálidos y exuberantes. Es dueña de un alma elegante, honesta e inocente, que lo último que espera es ser mutilada en alguna parte. Su imaginación está exaltada, tiene idealizada la escena en la que vuelve a ver a aquel amorío arrebatador. Pasiones tremebundas se desatan en la feria sevillana, huyendo por las grietas de las efímeras casetas, riéndose de todos los que creen que aquello va a durar para siempre.
Ya están en Joselito El Gallo, avanzan la calle hasta el número indicado. El corazón se acelera, parece que se le va a salir del pecho. Eduarda tiembla de emoción. El estómago se le encoge, papita todo su cuerpo. Sus amigas van delante, ella es la última en cruzar el umbral de aquella choza de tela y palos de hierro, que ella concibe como el palacio más luminoso. Allí dentro sabe que está su amor. Lo busca con la mirada, con ansiedad, casi con miedo, con una inquietud desesperada. No lo ve en las mesas sentados, imagina que podría estar en la trastienda, en la barra pidiendo algo de beber, pero ¡oh, qué confundida está! Enrique está, sí que está.
Último pase de la tercera sevillana, coge por el talle a su pareja, una belleza rubia de porte soberbio, le susurra al oído mientras la devora con la mirada. Ella sonríe coqueta. Termina la música. La besa. El alma de Eduarda cae al suelo, rota en pedazos. Sigue temblando, pero por otros motivos. Sale corriendo de allí, comienzan a caerle lágrimas. No sabe a dónde ir, sólo quiere huir con la tristeza de su desengaño, desengaño del que eran símbolo aquellos sangrientos claveles que, al amanecer del día siguiente, estaban marchitos en el centro de la calle. Los había arrojado con enojo la pobre nena burlada, para que los pisotearan al pasar sobre ellos, sin darse cuenta de que lo que pisoteaban era su corazón.
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