Cuando fallaron las élites
El lugar convenido era un amplio y lujoso ático de La Habana de la calle Calzada. La hora, las nueve en punto de la noche. Poco a poco fueron llegando los invitados, todos ellos ilustres empresarios, comerciantes e intelectuales de la preciosa ciudad. En 1959, las élites de aquel momento y lugar afrontaban la velada con el aplomo y la seguridad que daba habitar uno de los países más avanzados de Hispanoamérica. Ni siquiera la depauperada España de la posguerra conocía la televisión en color, los lujosos yates o los cotidianos viajes a Nueva York en avión. Sí, aquella era una élite que apuraba sus puros habanos pensando que eran intocables.
Pero a esa hora, también acudía a la cita la otra parte invitada: la que vestía uniforme verde oliva. A su manera, ellos también conformaban una élite: un grupo de comandantes revolucionarios, de los que acompañaban a Fidel en su descenso desde la Sierra Maestra. El motivo de la velada era propiciar un encuentro entre ambas partes, para irse conociendo; las viejas élites con el nuevo poder. Nada hacía presagiar el desastre; al fin y al cabo, Cuba no era Rusia. En Cuba el marxismo quedaba muy lejos, y a lo largo de la cena, las élites escucharon a los comandantes decir lo que querían oír: Castro no es un comunista. Casi les produjo ternura escuchar a la esposa de un militar dirigirse a su marido: “Papito, ¿verdad que este año me vas a comprar un abrigo de martas cibelinas, y me vas a llevar a Niza?”. Tras la carcajada que solidificaba la impresión de que aquel nuevo poder se parecía mucho al poder de siempre, los hombres pasaron a la biblioteca.
Bajo un denso humo de habanos compartidos, hubo un hombre que protagonizó el único momento tenso de la noche.
-Y díganme, ¿Almeida es comunista?
-Sí que lo es, le contestaron
-Ya. ¿Y Santamaría es comunista?
-Bueno… Santamaría sí, sí es comunista.
– ¿Y el Ché? ¿El Ché es comunista?
– Sí claro, el Ché es comunista.
– Entiendo entonces que Fidel también es comunista, ¿verdad?
– ¡NO! Fidel no es comunista
-¡Coño! ¡Pues será la primera vez que la que regenta la casa de putas es una señorita!
El silencio fue sepulcral. Aquel hombre, consciente de lo incómodo de la situación, y por respeto a su anfitrión, decidió retirarse de inmediato, no sin antes advertir en voz alta a los demás de lo que se les venía encima. “Aguafiestas,” pensaron. Y tras su salida, aquellos caballeros continuaron con sus habanos, su ron añejo, y su confraternización con los comandantes. Convenía, como siempre, llevarse bien con el —nuevo— poder. Y a la vista de la actitud alegre y campechana de aquellos comandantes, tampoco había por qué preocuparse demasiado. Al fin y al cabo, Cuba no es Rusia. La nueva élite de poder, y la vieja élite social empezaban a entenderse. Todo cambiaba para que no cambiara nada. Lo que vino detrás no requiere mucha explicación. Las élites fallaron al pueblo. Olvidaron al dictador y dieron la bienvenida al populista, que no tardó en revelar su verdadera y atroz cara. Y obtuvieron el resultado esperado: llegó la igualdad a través de la miseria universal, y además perdieron la libertad que no supieron defender. Cuba no era Rusia, como Venezuela no era Cuba. Y como España, hoy, no es Venezuela.
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