Barcelona insegura
El gobierno socialista en funciones considera sancionar la organización Open Arms pero el ayuntamiento semi-socialista de Barcelona piensa condecorarla, mientras que la inseguridad ciudadana viene desbordada como un torrente. Progresismo buenista e incompetencia dan masa exponencial a la crisis de autoridad en Barcelona aunque una sagaz carambola propiciada por Manuel Valls haya parado ERC y dado todo el poder municipal real a un PSC que acertó al poner a Albert Batlle al mando de la estrategia policial. Algunos socialistas reconocen que la izquierda erró al ceder el monopolio de la autoridad a la derecha porque las bandas de Latin Kings o la delincuencia de los magrebíes sin papeles y menores de edad afectan mucho más a la población de menor poder adquisitivo que a la Barcelona pudiente.
¿Estaría Cataluña en una crisis de autoridad tan grave si no hubiese coincidido en “speed dating” el primer mandato de Ada Colau con la manifiesta insurrección independentista? Cientos de ayuntamientos de la Cataluña profunda llevan tiempo desconectados del Estado y Quim Torra, primer representante del Estado en Cataluña por presidir la Generalitat, ya advierte que no va a pagar ninguna multa que la ley le imponga. Es como saltarse todos los semáforos. La dicha post-olímpica ha dado paso a una regresión urbana que proviene del alcalde convergente Xavier Trias, se reformuló con Ada Colau y ahora se escenifica en calles y plazas. En un breve ensayo de 1924, Josep Pla trataba de la crisis de autoridad en Cataluña y, aun siendo otras circunstancias, acertaba al decir que el ciudadano gusta de sentirse gobernado y respetado de forma inteligente, y así es como se debe ejercer la autoridad.
En los actos conmemorativos del atentado jihadista de las Ramblas nunca se habla de terrorismo ni de islamismo radical. Barcelona mira para otro lado. Así fue como en la manifestación unitaria por el asesinato de Ernest Lluch se incumplió el consenso al pedir diálogo y no acusando a ETA. Hay algo recurrente en esas crisis de autoridad. Hubo anarcosindicalistas con bombas “orsini” y ahora pululan los manteros, clanes de la droga, okupas, los atracadores de furgones de mensajería y el radicalismo independentista del escrache. No es una Barcelona devastada, pero sí afectada como marca según “Der Spiegel” o la BBC -por una delincuencia que prolifera con intensidad. A la ciudad de los prodigios le han dado un tirón de bolso mientras se pavoneaba ante la Pedrera de Gaudí. Estas cosas, tanto como la inseguridad jurídica del “procés”, retraen al posible inversor.
Vecinos de los barrios más inseguros patrullan la noche y las fuerzas vivas de la tercera edad hacen su cacerolada contra la delincuencia como antes la hacían a favor de una Cataluña desgajada de España. Esa angustia ha tardado en ocupar los titulares mediáticos porque Barcelona es así o, dicho de otro modo, querría ser un oasis y lleva un tiempo haciendo como si lo fuera, en apariencia incapaz de delinquir aunque visiblemente proclive al desacato. Pero ni tan siquiera la Barcelona super-europea e hiper vanguardista puede tener lo mejor de ambos mundos. Por inercia de viejas tendencias totalitarias, se olvida que las instituciones demo-liberales se construyen para que las sociedades puedan defenderse de sus propios errores, de la falibilidad humana. La corrupción de la dinastía Pujol y los antisistema quemando cajeros automáticos acaban confluyendo en la conciencia de la ciudad. Conjuran una crisis de autoridad social, una honda crisis institucional y, en consecuencia, una crisis de representatividad. Incluso el Pijoaparte cotizante autónomo sabe que, frente al temor de la ciudadanía, la norma y la ley han de ser la garantía de la seguridad en libertad.
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