Todos contra Rajoy, gana Rajoy

Todos contra Rajoy, gana Rajoy

Aún quedan dos semanas para que los españoles decidan el depositario de su confianza para los próximos años, en una legislatura que se presume corta y se aventura llena de acuerdos puntuales y pactos, algunos contra natura. Por eso un debate como el de anoche no decidirá nada. Porque en 14 días habrá nuevos focos que alimenten el metadebate público y proyecten la sombra sobre el mediático. Porque nadie se acordará de lo que pasó anoche en esas dos horas de contienda dialéctica. Un debate se concibe para desequilibrar las dudas surgidas entre la viabilidad de un candidato u otro. Situarlo tan lejos del día clave perjudica la decisión final del votante.

Lo que hemos visto este lunes ha sido un debate en tres tiempos. Rajoy ganó en el primero, Iglesias en el segundo y Rivera en la prórroga. El candidato de Ciudadanos empezó dominante, imponiendo la sensibilidad de los mensajes con su referencia a la masacre de Orlando. Tenía que atacar a Iglesias sin dejar de lado a Rajoy. Ofrecer una alternativa al centro derecha. Pero su oratoria y gestos denotaban más comodidad en la entente cordiale que firmó con Sánchez. De ahí que no le atacara en todo el debate. Resonaba en su mente la oportunidad perdida en diciembre, aquel tiro al vacío que aliñó con una incorrecta estrategia de comunicación y posicionamiento social. En esta última cita, sin embargo, se vio por momentos al mejor Rivera. Capaz de contrastar ideas y personalizar diferencias, de situar el eje centro-extremos como alternativa propia a lo conocido. Denotaba más seguridad en las argumentaciones que en las réplicas, donde se dejó llevar por el formato tertuliano de la interrupción constante. De hecho, sus inicios fueron dubitativos, excesivamente acelerado e la explicación, peligrosamente inquieto en la réplica y e inquietantemente nervioso en la escucha. Pero cuando comprendió que el rival era Iglesias —y Rajoy, su foco secundario— sus mensajes y gestos adquirieron contundencia.

Por su parte, Rajoy estuvo tranquilo, sabedor de que, al principio, iba a ser un todos contra él hasta que el debate se mesurara. El presidente en funciones, cuando interioriza que no está perdiendo el debate, recurre a la socarronería, al sarcasmo y a la réplica fácil «usted sólo sabe decir que está en contra de mí», le espetó a Sánchez, pero debe mejorar su matrimonio con las gráficas. Los números no tienen alma, los nombres sí. Las estadísticas no se entienden, la visualización de un hecho concreto, sí. Cuando quiso ser didáctico y cuando intentó evadir, con mensajes reactivos, la responsabilidad del PP en el bloque de corrupción, se vio al peor Rajoy. Ahí se creció un Rivera del que no se tenían noticias desde el arranque. Del minuto de oro, mejor no hablar. No se puede improvisar cuando en esos 60 segundos se resumen las sensaciones que quieres proyectar, las convicciones por las cuales solicitas la confianza.

En cuanto a Pablo Iglesias, llevó la estrategia que todos pensábamos. Polarizar el debate en dos bloques, no en cuatro candidatos. Huir de la explicación proactiva y centrarse en lo negativo de los adversarios. Y sobre todo ser condescendiente con el PSOE, sabedor de que ahí inquietaba. Con cada mensaje de petición de apoyo a Ferraz, se ganaba una mirada de Pedro Sánchez, con cada definición de cambio liderada por él, un murmullo socialdemócrata recorriendo la sala. ¿Y Sánchez? ¿Qué pasó con el candidato socialista? No se le vio. Irrelevante, desapercibido, sin punch ni chispa, sin saber qué mensajes colocar y a quién, sin saber si quería ser alternativa a Rajoy o a Iglesias. Sorpassado y alterado, tiró la corbata con la que llegó como símbolo de una rendición anunciada. Nueva oportunidad perdida. Quizá ya no tenga más.

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