Colón y la virreina de Tabarnia
Soy Tasio de Azuaga, escribiente de Colón. No quiero imaginar la cara que va a poner el Almirante cuando le pregunten si es catalán. ¿De dónde se han sacado los golpistas patraña tan burda? La recién nombrada virreina de Tabarnia, doña Inés Arrimadas, dirá con razón que es otra de las muchas insensateces que cometen los sediciosos. Sea lo que fuese, déjenme que les cuente qué ocurría tal día como hoy hace 525 años…
Andaba yo con mi Almirante en tierra firme cuando éste me confesó que el chamán de los taínos le había endrogado con jugo de cohoba, un elixir atroz. Sin poder mantenerse en pie, y siendo yo el único de todos los transmarinos que andaba sobrio, me ordenó unirme a la expedición noctívaga que remaría hacia las carabelas a hurgar en nuestros instrumentos y provisiones. Allá fuimos, a remo lento, en silencio, acaso perturbado por el suave trisar de las golondrinas de mar, decididos a rebasarla barrera de coral tras las que dormían, fondeadas, nuestras naves. Rebasados los corales, dimos con la Pinta en primer término y los indígenas, activador por un elixir más benigno como el uicú, abordaron sus sesenta toneladas.
Déjenme que, en adelante, llame indio, o amerindio, al nativo de Guanahaní e islas adyacentes. Así nos lo exige el Almirante a cuantos componemos las tripulaciones bajo su frenético mando. No nos autoriza otra denominación. Y si él jura que son indios, lo serán, aunque sólo lo fuesen en el empeño de no querer reconocer su garrafal error náutico que revolvió Occidente con Oriente. He aquí el resultado patético de trasladar las diarreas de vientre a las decisiones mentales. Por lo cual, tendremos indios para rato. Incluso durante siglos venideros. Mas, sin apartarme de mi deber, aún habré de relatar las muchas atrocidades que la indiada cometió una vez que trepó a la Pinta.
Obligado a abordar dicha carabela, levanté acta a través de lo que vi, Y resulta incalificable lo visto con estos ojos. Fueran indios, o animales con apariencia humana, los que junto a mí pisaron la cubierta, no merecen otra calificación que la de salvajes, debido a su muy primitiva mentalidad. Sus actos les crucificaron, que ninguno apreció, ni respetó, ni obtuvo conclusión válida acerca de los ingenios que encontró a bordo. Mientras uno agitaba una clepsidra con denuedo, por creerla una maraca, otro defecaba sobre el astrolabio de Pinzón, sin caer en la cuenta de que estaba cagándose en Hiparco de Nicea, Diógenes Laercio y las posiciones de las estrellas sobre la bóveda celeste.
Y viéndoles saquear la bodega, beber a chorro el aceite virgen que extraían de las tinajas y deglutir garbanzos secos, constato que tales taínos son, en la mejor de las hipótesis antropológicas, bestias que merecen ser domadas e instruidas. Don Ramón del Valle-Inclán, genio de nuestras letras, no se arredró en aseverar, algunos siglos después, que tal espécimen de indio originario de las Américas, sólo andaría derecho con el rebenque, o sea, a latigazo limpio. Pero el indio es un ser valiente y por ello más previsible y fácil de combatir que esos cobardes que llaman elegancia democrática a la mentira y que se ocultan tras la frontera imaginaria de Tabarnia urdiendo robos y tejiendo insultos. Que se lo pregunten a la virreina.
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