Madrid, regresa
Madrid bajo la lluvia es como un amante frívolo al que inoportunamente le sobreviene la introspección. No responde mensajes, no propone planes, no se deja querer, ni ríe. Madrid con lluvia es un Madrid malfuncionante, una ciudad que no sabe comportarse, que no se reconoce, un animal raro, incómodo, un pato mojado.
Nos gusta la lluvia, claro, porque es saludable: embalses llenos, cultivos, aire limpio, alergias en pausa. Nos gusta que llueva en Londres, en París; en San Sebastián se tolera, la lluvia encaja incluso en Vitoria. Pero no aquí. Aquí la lluvia no es un fenómeno atmosférico, es un error.
Pero persiste. Las previsiones advierten que esto no para. Terrazas fantasmas, madrileños desconfigurados. Porque el agua no forma parte del pacto social de esta ciudad. Aquí se sobrevive al calor asfixiante, al invierno seco, pero a la lluvia, por encima de los tres días…
Que sí, que la lluvia es buena. Para los pantanos, para la cosecha, para los asmáticos. Para los románticos del petricor. Para los que disfrutan del sonido de las gotas golpeando los cristales, para los cursis y pobres de espíritu, para los que odian el mundo y sus gentes, a mí no me la dais. Gente con alma de novela decimonónica, convencida de que la vida es mejor bajo un cielo gris. Para ellos, enhorabuena.
Para los demás, Madrid necesita sol. Lo exige su asfalto, sus señores en manga corta. Su energía está hecha de luz, de ruido, de salir de casa sin pensar. En Madrid la improvisación es ley. Un Madrid sin terrazas no es Madrid, es otra cosa. Una versión desmejorada de sí misma, como nosotros, calados y desestructurados.
Madrid es una ciudad feúcha, pero con carisma, la suerte de la fea la bonita la desea, una ciudad que vive en la calle y que fuma. Madrid sin terrazas es una contradicción, un concepto sin desarrollo, una incoherencia. Con la lluvia, la ciudad se repliega, se encierra, se vuelve introvertida, esquizoide, temerosa. Porque Madrid no es una ciudad ordenada, ni cívica, ni silenciosa. No es un lugar de recogimiento sino quedarse más tiempo del previsto, gritarse de una acera a otra, inmediatez y la energía. La lluvia, en cambio, es pausa, espera, resignación. Y eso aquí no nos gusta.
Y cuando Madrid se moja, se enrarece. La lluvia nos vuelve eficientes, previsores, predecibles. Y no queremos ser eso. Porque caminar bajo la lluvia por Madrid no tiene el más mínimo lirismo. No hay canales reflejando luces ni cafés bohemios con poetas atormentados, no hay parques brumosos que despierten nostalgias. Si llueve, Madrid es solo un lugar de paso, donde nadie quiere quedarse demasiado. Aceras que resbalan, coches que te salpican, paraguas baratos y paraguas rotos.
Pero esto pasará, claro. Madrid no se va a quedar así. El cielo se abrirá, la luz entrará de nuevo y la ciudad despertará como un gran orgasmo primaveral después de una resaca. Y cuando eso ocurra, nos preguntaremos cómo pudimos vivir estos días de lluvia sin enloquecer.
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