Por imperativo legal
Si algo nos caracteriza a los españoles es que tenemos la lengua muy larga y la memoria muy corta. Una legislatura más (y ya van doce) nos sentamos ojipláticos frente al televisor para digerir el espectáculo de los diputados que toman posesión de su cargo jurando (o prometiendo) acatar la constitución “por imperativo legal”, como si tal cosa, o que incorporan toda suerte de consignas personalizadas para llamar la atención. Los egos es lo que tienen, necesitan ser alimentados y su minuto de gloria. No sé por qué nos sorprende tanto, ni que fuese la primera vez… La autoría del invento se la debemos a Herri Batasuna allá por los años ochenta y ha sido reutilizada por otros muchos desde entonces. Cayo Lara lo hizo en su día “sin renunciar a sus convicciones republicanas” y en diciembre de 2003, los Consejeros del Gobierno Maragall omitieron expresamente en sus juramentos la “lealtad al Rey y a la Constitución” sin que pasase absolutamente nada.
Al margen del bochorno general y de las anécdotas de dudoso gusto, lo de acatar la Constitución por imperativo legal es una tontería mayúscula que se ha puesto de moda. Pero también, una muestra más de las perogrulladas jurídicas que tiene por costumbre admitir esa broma de Tribunal de apellido Constitucional que, en lugar de establecer (y debería hacerlo) como condición previa e imprescindible para el ejercicio de cualquier cargo o función pública una fórmula cerrada, homogénea y solemne de consentimiento, admitió como válida la coletilla de marras. Pásmense ustedes de la seguridad jurídica en sede parlamentaria.
Rozando el absurdo, es como si una decide comprarse con su marido un piso en Chiclana y en el momento de escriturar le dice al notario que compra “por imperativo matrimonial” o que aún no estando de acuerdo con algunos de los términos del contrato (y sin estar estos aspectos resueltos con carácter previo) no le queda más remedio que comprar porque el constructor le obliga a firmarlos… Me imagino la carcajada del fedatario público ante semejante chorrada porque, desde una perspectiva jurídica, ya les avanzo que no tendría validez alguna. El consentimiento ha de prestarse –para no resultar viciado- libre y espontáneamente, sin error, dolo, violencia o intimidación. Es más, para que el acto no fuese susceptible de anulación, la declaración de voluntad debe ajustarse perfectamente a la voluntad interna. Traduciendo, si los diputados que juran (o prometen) acatar la Constitución no tienen en realidad voluntad auténtica de hacerlo, su toma de posesión debería ser anulada. La Constitución, sin perjuicio de que se puedan tener opiniones personales al respecto e incluso cuando éstas pasen por la necesidad de revisarla, exige y merece respeto absoluto. En ello radica el valor simbólico (y los símbolos, como las formas, hay que cuidarlos) para la democracia. Más que nadie, los representantes de la nación deben simbolizar el sometimiento de los poderes democráticos al Estado de Derecho, sin matices ni condiciones.
Señorías, en su aceptación del cargo, no se les está preguntando su opinión sobre la Norma, ni si pretenden o no modificarla, ni en qué contraviene (si es que lo hace) sus convicciones político-ideológicas – entre otras cosas porque no sé si saben, permítanme dudarlo en muchos casos, que ni siquiera están obligados a declarar sobre las mismas. Son ustedes diputados porque han accedido al puesto sometiéndose a las reglas del juego definidas en el marco jurídico de la misma Constitución que critican. Así que, sencillamente, deben limitarse a confirmar que se comprometen a acatarla (junto con el resto de leyes) mientras esté vigente. Y si no les gusta, pueden reformarla con arreglo a los mecanismos previstos que haberlos, haylos. Mientras tanto, un poquito de por favor, ahórrennos sus monólogos y ¡a cumplirla! Así de fácil.
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