Opinión

El charnego Feijóo

Cuando en este periódico publicamos editoriales recomendando a los partidos políticos españolistas tomar una u otra decisión, lo hacemos porque creemos que hay errores evitables que llevan al precipicio y aciertos alcanzables que consiguen la gloria. Nuestra línea editorial no sirve a los intereses de ninguna formación política, pero sí a un modelo de país unido, desacomplejado, próspero y libre que, en España, a nivel nacional desgraciadamente sólo representan dos formaciones políticas. Militar en un partido concreto no convierte a nadie en garante de ninguno de estos principios, de la misma forma que ser crítico con ellos tampoco lo desacredita. Pero sí es nuestra obligación utilizar nuestro altavoz para denunciar las decisiones, muchas veces basadas en razones egoístas u orgánicas, que pueden desviarnos del único objetivo común que debemos priorizar: acabar con el sanchismo para recuperar España.

En ese sentido, este periódico publicó un número importante de editoriales recomendando al Partido Popular apostar por el reino de la cordura nombrando a Alejandro Fernández como candidato a la presidencia de la Generalidad de Cataluña. Durante las primeras semanas hubo un conato de autoboicot en el seno de Génova 13 en el que, para no variar, creyeron que era más emocionante enfrentarse a unas elecciones fáciles haciéndolas difíciles que simplemente aprovechar la ola que su candidato había demostrado saber surfear durante tanto tiempo. Hubo filtraciones casi diarias ofreciéndole la candidatura hasta al bedel de la sede regional, se barajaron nombres delirantes y otros que poco favor le hacía a los nominados, se cuestionó al líder inequívoco y hasta se argumentó que era una deslealtad que las principales entidades constitucionalistas dieran su apoyo a Fernández.

Después de unos días de desgaste absurdo con toda su base social abierta y lógicamente enfadada, Alberto Núñez Feijóo tomó una decisión valiente: Alejandro Fernández nunca habría sido su candidato, pero sí resultó ser el de los catalanes. Y por eso, entre su voluntad personal y el bienestar del partido, finalmente apostó por su barón más díscolo. Fue una decisión valiente, loable y, sobre todo, correcta.

Porque las discrepancias entre la dirección nacional del PP y su sede regional en Cataluña no eran orgánicas, sino políticas. Una batalla de ideas entre los que creen que el bloque de la derecha española debe incluir a Junts, y los charnegos, que han decidido que uno de ocho apellidos catalanes no va a venir a decirle a un Fernández qué significa nacer en Tarragona.

Uno de los grandes problemas de la derecha españolista en las regiones periféricas ha sido entender que el centro de la moral se encontraba exactamente donde los nacionalistas decidían: como si la identidad del terruño fuera incompatible con la española y no, precisamente, la expresión más evidente de ella. ¿Habrá algo más catalán que la estatua de Colón en Barcelona, conmemorando el momento más importante de la historia de España? ¿Habrá algo más español que los calçots o las Sardanas, tradición únicamente nacional? Ser extremadamente catalán no te convierte en independentista: te convierte en extremadamente españolista.

Y para defender esta tesis desacomplejada hacía falta alguien que no se sintiera acomplejado ni moralmente inferior a un Puigdemont o a un Junqueras cualquiera sólo porque su lengua materna, al igual que la de la inmensa mayoría de catalanes, sea el español. Que sepa que ser constitucionalista en Cataluña es ser valiente y ser moralmente superior, aunque sólo sea por ser fiel a unas creencias basadas en la verdad histórica y no en un cuento chino de resistencia inventada para no reconocer que el supremacismo indepe viene dopado por el cariño del franquismo a la Generalidad. Vamos, un candidato que crea que para que al PP le vaya bien en Cataluña no hay que intentar esconder las ideas y las siglas hasta la extenuación, sino más bien al contrario sentirse orgulloso de ellas y de su bandera.

Alberto Núñez Feijóo tomó una decisión que jamás habría tomado por convicción ideológica, pero tuvo la humildad de reconocer que quizás su visión no era mayoritaria en un territorio impregnado por un nacionalismo que los locales no admiran, sino que repudian. Apostar por Alejandro Fernández ha sido hacerlo por un modelo de partido y de región distinto al suyo pero que ahora, desde la victoria, le servirá con más lealtad que muchos de los que comparten cada una de sus decisiones acríticamente sólo porque son suyas, con independencia de que le lleven al precipicio.

Hace unos meses hubo un grupo de personas alrededor del presidente del PP que le dijeron que se equivocaba repudiando a Fernández. Gracias a ellos, que fueron leales con Feijóo llevándole la contraria, hoy su partido es inmensamente más fuerte. A estas personas, y a los medios que se lo señalamos, debería estar eternamente agradecido. Hoy su camino a Moncloa queda definitivamente más despejado que ayer.