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Una propuesta de museo para el edificio de GESA: las valiosas colecciones privadas de arte contemporáneo

Hay colecciones en las Islas de nivel superlativo que recogen perfectamente el devenir del arte contemporáneo

Cada colección, además, tiene un perfil determinado, unas características que la hace única, y que proviene de la personalidad de su promotor

El embrollo en el que se encuentra metido el destino del antiguo edificio de GESA en la fachada de levante de la ciudad de Palma ha cumplido con creces su mayoría de edad. Lleva más de veinte años en el limbo burocrático, y ha sufrido todos los vaivenes que las comedias de enredo mediterráneas pueden ofrecer al espectador, nunca curado de espanto cuando se trata de contemplar la altura de miras de sus dirigentes.

Por su esperpéntica historia reciente han pasado desde Josep Lluís Núñez y María Antonia Munar, el Colegio de Arquitectos y su afán gremial de protección hacia su particular Pasolini del diseño funcional apellidado Ferragut, pasando por el desprecio del compañero Calatrava a la hora de rediseñar la fachada marítima a fin de ubicar de manera más relevante si cabe su ignominioso —y gracias a los hados nunca materializado— edificio de la Ópera de Palma. Tras ese telón de sombras chinescas, claro, se atisba todo tipo de juegos malabares en torno a la especulación del suelo, ahora muy grato para los inversores suecos entre otros muchos neobárbaros que atisban nuestras costas con sus catalejos invasores.

Las dos últimas legislaturas municipales, en manos del llamado pacte de progrés, se prometió repetidamente que se estaba trabajando en desbloquear la situación para reconvertir el viejo de edificio de oficinas en un edificio multidisciplinar y multitemático (ya se sabe que ese tipo de soluciones difusas, abiertas, participativas, trasversales, son las que se ajustan mejor al vigente código woke de la moderna izquierda subvencionada por Soros y cía.).

La inoperancia, la falta absoluta de gestión del equipo de gobierno del Ayuntamiento de la ciudad en esos ocho años, no sólo manifestada en este asunto sino más bien tónica general muy comentada por la ciudadanía -lo que, por cierto, y a pesar de que no haya fructificado prácticamente ningún proyecto o iniciativa inversora, no ha impedido que el presupuesto anual municipal haya sido agotado con creces- ha ocasionado que se haya llegado a 2024 con el antiguo edificio en la misma situación que lo dejaran los padres del embrollo allá a principios de siglo.

El proyecto del Ayuntamiento

Ahora, el nuevo equipo municipal se propone dar una solución al largo desatino. Al margen de los detalles de la inevitable negociación con la actual propiedad del edificio (pues en el transcurso de la comedia ha cambiado de manos en diversas ocasiones según las distintas sentencias judiciales), lo que parece fuera de duda es que el Ayuntamiento tiene interés en adquirirlo -otra posibilidad en la negociación podría ser la de habilitar nuevos usos habitacionales a las once plantas del edificio, por ejemplo-, y está estudiando el uso público al que se puede destinar.

Lo que siempre viene a la cabeza de los gestores políticos cuando les cae encima un edificio singular es la cultura, sea en forma de museo de arte, biblioteca de bibliotecas, centro de interpretación de lo que sea (historia, naturaleza, guerra civil…), conjunto de aulas de actividad ciudadana, talleres de yoga o cerámica o cocina, en fin, todo aquello que a la gente parece que le interesar hacer cuando no sabe qué hacer -así, en el fondo y en crudo, es como piensa la mayoría-.

Tengo entendido que la idea que se está barajando en la actualidad es la de destinar alguna de las once plantas a museo de arte, un poco con el propósito de completar la oferta de Es Baluard, Casal Solleric, Fundació Miró, Caixaforum y Casal Balaguer siguiendo los pasos de la encomiada Málaga, y otro poco por remediar el problema grave de almacenaje que existe a la hora de conservar toda la obra adquirida en los últimos veinte años por el presupuesto público.

La primera razón es muy loable, puesto que el turismo cultural es de calidad, no encadenado a la estacionalidad, y normalmente de hábitos respetuosos. Ir trasvasando hooligans de Punta Ballena y El Arenal hacia rebaños de afectuosos y sensibles visitantes de un nuevo museo de arte contemporáneo es un buen propósito de año nuevo, sin lugar a duda.

Ahora bien, para que el éxito acompañe a la buena intención, cuando se trata de competir en el complejo campo de juego de la oferta cultural internacional, hay que fijarse en las enseñanzas que la experiencia anterior de otros destinos nos proporciona. Y luego, además, intentar, a partir de ella, encontrar un nuevo nicho de mercado, que es así como se llama al éxito en toda apuesta comercial.

Lo que parece fuera de duda es que un museo o un recinto especial (palacio de congresos, ópera, lo que sea) que quiera impactar en el imaginario colectivo internacional actual debe partir de la propia singularidad arquitectónica del recipiente físico. Y eso no sólo por lo que de simbología y de manifestación de apuesta supone, sino también, claro está, en cuanto a que el edificio singular se proyectará con el programa preciso para el que sea encargado, que visibilizará, por tanto, una voluntad, un planteamiento, una intención de fuerza, poder y victoria.

El lastre de convertir un edificio de oficinas en museo

En este sentido, ya de entrada la reconversión de un viejo edificio de oficinas, pues con esa finalidad fue proyectado el edificio de GESA en su día, en espacio museístico es en sí es un lastre, no sólo de imagen sino también, como vengo diciendo, por la dificultad de la misma gestión museística.

Y si a ello le sumamos que once plantas y 16.843 metros cuadrados dedicados a ampliar la oferta artística de Palma de una sola dirección -eso lo digo por algo que explicaré más adelante- es un dislate para una ciudad de su tamaño (otro caso sería que nos encontráramos en Nueva York, por ejemplo), podemos concluir en primera instancia que no es una buena idea.

Tal vez por ello, según se ha ido comentando en los mentideros de ciudad, otra de las ideas que se barajan es la de dedicar el edificio a distintos usos por plantas, entre los que se encuentra, claro, el museístico. Es decir, que quizás pueda haber un supuesto museo de arte contemporáneo en las plantas segunda y tercera, en la cuarta las oficinas del IBI o del IMI, etcétera.

Desde luego que esta es una solución funcional, pero que nos deja muy atrás en la carrera por el prestigio cultural, dado el alto nivel de competencia del mercado expositivo. Se trata de una solución, digamos, y sin ánimo de ofender, propia de ciudad de provincias, de segunda derivada, una obvia manifestación de un quiero y no puedo.

Una nueva idea: las colecciones privadas de nivel superlativo

Así que dándole vueltas al problema, que no es baladí, se me ha ocurrido una posible solución, que seguro muchos tildarán de absurda. Toma el aliento del reciente espacio abierto en Madrid para exponer las llamadas Colecciones Reales. Y también parte de conversaciones con diversos coleccionistas de las islas que, ya en edad avanzada, me han comentado sus angustias en relación con el destino de sus colecciones.

Sede de la Galería de las Colecciones Reales de Madrid.

La mayoría tiene hijos que carecen de todo interés por el arte, no conocen el valor de las obras ni las saben apreciar, ni quieren, y como herencia pueden convertirse en un auténtico veneno que ocasione daños terribles en el reparto futuro entre herederos. Y el malbaratamiento de un esfuerzo de años. Hay colecciones en las islas de nivel superlativo, que recogen perfectamente el devenir del arte contemporáneo en el siglo XX y principios del XXI, tanto en la escala internacional como de las islas, con una exhaustividad que ya quisieran algunas colecciones públicas.

Y muchos de estos coleccionistas estarían encantados de cederlas a un centro que, a similitud de lo que ocurre en Estados Unidos, los recogiera a modo de patronaje. Cada colección, además, tiene un perfil determinado, unas características que la hace única, y que proviene de la personalidad de su promotor, y del tiempo en que la ha construido. Como es el caso, por ejemplo, de la colección de Tatxo Benet, que hace un año abrió el Museo de arte prohibido en Barcelona con su colección de obras censuradas, un museo novedoso que acaba de enriquecer la oferta cultural de la ciudad condal de una manera imaginativa y atractiva.

Dar protagonismo al coleccionista privado es una forma de acercar el arte a la gente (hasta ahora sólo se ha dado ese protagonismo al coleccionista público, es decir, a las colecciones compradas con el erario, que no en pocas ocasiones refleja una serie de presiones políticas, ideológicas o de nepotismo que quizás no se hallen tan presentes en los movimientos privados, más próximos al mercado y a los avatares del arte de verdad).

Once plantas son muchas para un museo

Once plantas siguen siendo muchas, de todos modos, para albergar una cadena de colecciones privadas cedidas en un atajo de ley de mecenazgo (otra de las ventajas de la propuesta), pero si se concentra en las plantas inferiores, aparte de las oficinas propias del centro, las de la dirección general de cultura del Govern y las de las otras instituciones implicadas a modo gran patronato o gran instituto unificador, aquel que coordine toda la política expositiva y de promoción artística de la Comunidad, quizás nos aparezca ante la vista un artefacto de gran potencia, sumamente atractivo por lo poderoso al visibilizar una unidad de acción y de voluntad. Gestión pública y cercanía de la iniciativa privada (los grandes coleccionistas) en un proyecto que además podría terminar apoyando grandes encuentros o ferias en el cercano palacio de congresos.

La dificultad que a nivel museográfico tendría organizar los recorridos expositivos a través de las colecciones, claro está, sería el último reto (y una de las pegas grandes que seguro se pueden plantear a esta propuesta), pero para solventarla existen buenos comisarios con capacidad más que demostrada para conferir ruta y sentido al proyecto.

Como creo que no existe algo así en el circuito (el lastre de partir de la falta de un edificio singular de nueva construcción quedaría equilibrado con la idea de meterse en el seno de las colecciones privadas), y me consta que hay bastantes coleccionistas, con importantes colecciones, dispuestos a participar de manera altruista en el proyecto (lo que permite poner al alcance del gran público obras de gran valor a coste cero), quizás, quizás, pueda al menos ponderarse como alternativa a ese otro museo funcional planteado, ubicado en un remodelado edificio de oficinas de mediados de siglo XX, al que se debería acceder apretando el pulsador número dos en el ascensor, aquel que conduciría a la segunda planta, por ejemplo, justo esa planta que quedaría a dos por debajo de la oficina del IMI repleta de divertidos funcionarios con la sensación perenne de estar protagonizando una performance de arte vanguardista al más puro estilo fluxus.